Eran unas mujeres enormes, de piel oscura, gruesos pelos de
crin, voces que asustaban y mirar pesado. Eran tan fuertes, tan brutas, tan
bestiales que se diría que algunas tenían miembro.
Y sucedió aquel episodio. Durante varias semanas el banco
había dejado de entregar a los hombres que representaban al barrio las cuotas
para la construcción de viviendas, dado que no cumplían con los avances del
trabajo. Sin embargo, en una visita un auditor se asombró al comprobar que las
casas habían sido construidas casi completamente. Llamó a una reunión y en
lugar de los dos o tres hombres que concurrían siempre, aparecieron todas las
mujeres del lugar —que apenas cabían en la oficina.
— Estamos muy complacidos con la sorpresa que encontramos.
Las mujeres sonrieron, mostrando sus macizos dientes de
mármol vivo.
— Felicitamos a toda la comunidad, las felicitamos a
ustedes, y también queremos felicitar a los hombres. ¿No han podido venir? ¿Don
Aparicio? ¿Don Sánchez?
— No van a venir. Están castigados —dijo una de las señoras
que había entrado primero. Era una de las principales gigantas, que mortificaba
una silla absurdamente pequeña para ella, a punto de destartalarse bajo su peso
en un estallido.
El auditor sonrió con una sonrisa boba. En silencio se quedó
mirando a la mujer, a la espera de la explicación que debía venir a rematar el
chiste, pero ella sólo le respondió con un gesto tan inexpresivo como el de una
roca. Al fin el auditor se vió obligado a preguntar:
— ¿Castigados? ¿Por qué? ¿Qué hicieron?
— Lo que usted ya sabe, en vez de hacer las casas, agarraron
la plata, se emborracharon todos los días y durmieron la mona. Entonces les
dijimos; hasta que no terminen las casas no hay...
— ¡Nada! —gritó otra, y todas rieron.
— ¿Nada? —preguntó el auditor.— ¿Nada de qué?
Las mujeres festejaron la pregunta con risotadas violentas
que aturdieron al hombre.
— ¡Nada de regar el jazmín!
— ¡Nada de verle la cara a Dios!
— ¡Nada de Fidel Castro!
A cada respuesta las mujeres explotaban en carcajadas hasta
que algunas parecían que iban a caer al piso.
El auditor salió lentamente del espanto hasta que terminó de
comprender.
Al fin, la primera mujer que habló le dijo:
— Así que la platita nos la da a nosotras, que estos
sabandijas todavía tienen que terminar.
Otra agregó:
— Nos da la platita y hacemos una fiesta.
— Nosotras sola.
— Solas con usted...
El hombre no sabía si le hablaban en serio, pero mirándoles
las sonrisas entendió el temor que sentían sus maridos.
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