Conocí el pueblo de
Betancur a los 14 años. Yo estaba leyendo Cien años de soledad, pero sólo
mucho después habría de relacionar al pueblo con la novela. Habíamos ido a
visitar a un hermano de mi abuela, un viejo muy flaco, hecho nada más que de hueso
y fibra, y con una mirada sonriente y dulce. Yo le estudié el parecido con mi
abuela: la nariz importante, la forma del pelo, el color de la piel. La mirada
no, porque mi abuela era dura como un águila, y este señor parecía necesitar
quererte desde el momento en que te veía.
Pasamos una linda
tarde. Yo me entretuve afuera de la casa, con unos chanchos en un chiquero y
caminando por ahí. Encontré un arroyo, saqué el libro de la mochila y me senté a
leer en una piedra grande. Más tarde, en la cocina medio a oscuras, cuando
todos mateaban, mi tío me preguntó por mí, sin presión, sin demasiado interés,
pero haciendo un silencio como para escucharme hasta que yo no tuviera más qué
decir.
Fue años más tarde, en un velorio, que escuché que contaban que en la época en que aquel tío era
joven, Betancur tenía nada más que dos putas, una vieja y una joven. Él era
cliente de la joven, y cuando se le mató el hijo, en lugar de quedarse con su
esposa, fue a estar con ella. Para consolarlo, la mujer le perdonó toda la deuda de
un año, porque el tío había andado mal de trabajo. Y eso fue el principio de
otra cosa, porque el tío ya no volvió con su mujer. Se quedó con la puta, que
dejó de ser puta para casarse con él. Tuvieron tres chicos y anduvieron con la
frente en alta. Anduvieron fortaleciéndose juntos.
Que hermoso
ResponderEliminar