domingo, 27 de diciembre de 2020

Ciclistas

Hace un rato hice 10 kilómetros en bicicleta, que para muchos es livianito, pero para mí es medio una hazaña.

El tema es que a mitad del camino de regreso, estaba llegando a un esquina en Palermo donde se habían concentrado diez mil ciclistas domingueros, que son como la gente que nunca anda en colectivo, y toma un colectivo en el día de las elecciones: no saben dónde ponerse, molestan, no conocen los códigos; diez mil ciclistas que entorpecían la bicisenda y además un embotellamientos de autos, y cuando fui a evitar todo eso pasándole por un costado, sentí una ráfaga de viento que pasó a mi derecha, rozándome el brazo.

Era una rubia que venía atrás mío, había visto la situación antes que yo e hizo lo que yo haría, pero mucho más veloz y decididamente.

Me largué atrás de ella, como hacen algunos autos que se cuelan detrás de una ambulancia que se hace lugar a fuerza de sirena en el tránsito, y cinco cuadras más adelante, después de atravesar otros embotellamientos, la alcancé.

En ese trayecto fui viendo que era rapidísima y audaz. Se metía por lugares imposibles y hacía maniobras demasiado intrépidas y con habilidad extrema, aunque nunca arriesgando estúpidamente.

Tenía un estilo de una fluidez maravillosa que me contagió. En una subida pronunciada la pasé y sentí que se había molestado. Poco más adelante aprovechó un semáforo y otra vez se me adelantó, pasando tan cerca que pude sentir el aire de su pelo.

A las tres cuadras volví a darle alcance. Yo ya no tenía aire y me dolían las piernas. La observé de reojo. Era una chica alta, atlética. Era tan hermosa que me sentí un estúpido.

Se dio vuelta y me miró. Yo miré para otro lado, como si no me diera cuenta de que me miraba.

Hicimos varias cuadras a unos metros, ella adelante, yo atrás. Pensé en la asombrosa casualidad de que hiciéramos exactamente el mismo recorrido.

En una plaza, otra vez había una congestión de ciclistas y yo me metí dentro de la plaza, para atravesarla volando en medio de bancos, gente haciendo picnic, chicos jugando a la pelota y señoras con perritos, y dejé atrás a la chica. Al estilo de ella yo le había agregado más temeridad.

Cuando ella volvió a pasarme y se metió en un carril central de avenida del Libertador, supe que también había adoptado la temeridad, como si dijera “¿vamos a usar ese recurso? Ok”.

Competimos y jugamos dos kilómetros más. Dos o tres veces nos miramos a los ojos.

Finalmente, no sé de dónde saqué fuerzas para hacer un sprint imposible desde Santa Fe hasta Córdoba por Uriburu para alcanzarla justo 60 metros antes de mi casa.

Quería verla por última vez. ¿Tendría valor para decirle algo?

El semáforo estaba en rojo, pasaban muchos autos. Me paré a su lado. No nos miramos, pero casi nos estábamos tocando, casi respirábamos al unísono, sentíamos el corazón del otro, acelerado. Casi nos olíamos. Estábamos tan juntos como pueden estar un hombre y una mujer.

Entonces el semáforo se puso en verde, volví a picar con todas mis fuerzas y una vez que crucé avenida Córdoba, me subí a la vereda y llegando a mi edificio clavé los frenos e hice una derrapada de cinco metros.

En el momento en que me bajé de un salto y metí la llave en la cerradura, vi su reflejo en el vidrio de la puerta. Pasó despacio, con la cabeza vuelta hacia mí.





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