“No usaste el chupete, casi”, me dice mi padre, 84, yo 60.
Agrega que no tuve osito de peluche —“objeto transferencial”, se le decía.
Durante la cuarentena encontré una piedra bonita, semitransparente con vetas rosadas, que compré para mi hija Irina en Turquía, Argentina o China.
La puse en un frasco con agua donde cultivé una planta de papa como se cría a un animal.
La planta salió muy bien, incluso dio flores blancas que irradiaron una deliciosa luz bajo el sol.
Cuando murió, quedamos la piedra y yo.
La dejé en la pileta del baño. Cuando me iba a lavar las manos o la cara, la encontraba, y la saludaba.
Al tomar consciencia de que habíamos empezado a relacionarnos, le conté a una amiga que tiene ideas paralelas sobre el mundo.
Una amiga Cabra.
Le mandé la foto de la piedra porque recordaba que ella considera que las piedras tienen poder porque están vivas. Y considera que están vivas porque son parte de un planeta vivo.
Me sugirió que la pusiera debajo de la almohada y que nada más no me resistiera a “lo que ella te dé”.
Luego me dijo, en uno de sus típicos pensamientos excéntricos: “a lo mejor te ayuda con la espalda”. Sucede que la mitad de la cuarentena la pasé atormentado por un lumbago.
No soy militante de la razón cientificista, al contrario. Eso no significa que crea cualquier cosa, pero estoy abierto a otras descripciones de la realidad. El punto de vista de mi amiga me siembra muchos pensamientos.
Al darme cuenta de esto, comprendí que yo había convertido a la piedra en un “objeto transferencial” para poder estar con mi amiga, en esta larga cuarentena en que no podemos vernos.
Dormir juntos con ella nos hacía muy felices.
Ahora me despierto con la piedra en la mano —se ha calentado, incluso tiene más temperatura que yo, igual que aquella chica— y siento que estamos tomados de la mano con mi amiga Cabra.
Y tengo la sensación de que el dolor de espalda se me está empezando a pasar.
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