Fueron muchas emociones anoche.
Paso el día de mi cumpleaños intentando recuperarme de la
fiesta de mi cumpleaños.
Cumplí un montón de años, más o menos la cantidad en la que uno empieza a pensar en el legado.
Pensar el legado es pensar aquello que le fue legado a uno y qué ha hecho uno
con eso, o sea, qué legado le deja a los que vienen atrás.
Y entonces pasaron cosas en la fiesta. Me llama mi padre
en la mitad del camión de peronistas sacudiéndose. No suelo atender el teléfono
en las reuniones. Mi padre está grande y, habiendo sido siempre una roca de hierro
congelado, ahora está reblandecido y necesita hablar cada día, y vi que me
había llamado 17 veces. En un momento alguien me avisa: “te está llamando tu
papá”, le digo que gracias, que no voy a atender ahora, que lo llamaré después.
Sin embargo, oigo: “pero es tu papá”. Y entonces recuerdo que, aún conociendo
no poco el pensamiento de Confucio, debió ser Angie quien me hiciera comprender
que mi rebeldía con mi padre choca con la cordillera inconmensurable de 2.500
años de piedad filial: el padre es más importante que los amigos, la esposa,
los hijos, el padre siempre tiene razón, el padre existe para que uno exista
venerándolo. “Atendé, es tu papá” me dice alguien y veo que es Laura, la única
china en la reunión. Me estaba dando el celular para que lo atienda desde el
fondo más profundo de la China más profunda. La sentí tan familia como si
fuéramos hermanos que vivieron en la misma casa desde el nacimiento hasta la
vejez.
Viendo que yo no agarraría el celular, Laura atiende y
durante una hora le muestra la reunión a mi papá, que está solo en su casa en
Nueva York, con sus 88 años.
* * *
Mi papá dejó un amigo chino en Argentina, Lo Yuao. Se
hizo artista, bohemio, inspiró un libro que yo escribí y Camilo editó, y de
algún modo inspiró la revista DangDai, que hicimos con Camilo y Néstor y
orientó mi carrera hacia China.
Cuando mi hijo Fer tenía 13 años era un practicante de
kung fu muy destacado y le pidió a Lo Yuao que escribiera el signo chino de “kung
fu”. Lo Yuao se tomó el pedido muy en serio, practicó varias veces hasta que
estuvo conforme con su caligrafía. Le dio a Fer el papel que decía: 功夫. A los
3 días Fer se apareció con el signo tatuado en el brazo. La madre lo quería
asesinar, pero 20 años después aún lo muestra.
La fiesta de mi cumpleaños fue también la inauguración de
mi nueva casa como lugar de reuniones. Juan me ha ayudado mucho a elegir y
armar esta casa. Le comenté que no le encontraba lugar al caballete que heredé
de Lo Yuao (cuando Lo Yuao murió, fuimos con Camilo y Fer a recoger lo que
había dejado para mí, cuadros, pinceles, pinturas, libros, todo relacionado con
el arte). Yo pinto, pero tan poco, que es una locura tener ese caballete
aparatoso estorbando donde lo pongo. Y entonces Juan me dijo que su hija Emilia
va a estudiar arte, y que no le parecía mal complementar su arte en la
computadora con el arte tradicional en un caballete. Sentí la felicidad de Lo
Yuao adentro mío como un pequeño ardor.
Pensé en Lo Yuao sonriendo en el cielo de los chinos,
mirando el brazo tatuado de Fer y a Emilia pintando en su caballete.
Otra vez el cangrejo del sentimiento me atenazó el
gañote.
Hoy vino mi hija Irina a traerme una torta de banana que
sabe hacer, tan deliciosa que parecía preparada para los dioses, y cuando nos
disponíamos a comerla con unos mates, llamó Fer desde Sicilia, adonde se acaba
de mudar. Le pedí que nos mostrara el tatuaje.
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