Una suerte de robo de Gregorio Samsa: el caso de Franco Schldt, que trabajaba escribiendo solo en su casa, una casa que se le hacía tan grande que perdía noción de su geografía y a veces no sabía en qué lugar estaba; y allí trabajaba con tal vehemencia y quedaba tan absorto que si por casualidad pasaba delante de un espejo —no los había muchos, y todos eran oscurísimos, casi negros—, asombrábase grandemente ante su imagen, porque se daba cuenta de que podía haber visto ante sí un mapache, su propia madre, el librero muerto en su adolescencia, un actor de cine italiano o, previsiblemente, el insecto de Kafka. Se veía a sí mismo, se reconocía —no estaba alienado, o por lo menos no estaba loco—, pero descubría que se había olvidado por completo de cuál era su aspecto, y de que si en algún momento de esos días en que no había visto su reflejo, hubiera tratado de recordar su rostro, habría fracasado.
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