Hay una realidad en la que no existen los espejos.
No hay reflejos. Una persona mira a los ojos de otra y no se ve a sí misma.
Mira el agua de un estanque y no ve su cara mirándola.
Mira un vidrio y sólo ve lo que hay del otro lado.
Mira un metal pulido y sólo ve el metal.
Nadie sabe cómo es.
Cuando las personas mueren, desaparece su pasado.
Nadie recuerda nada de quien ha muerto.
Al muerto, se lo ha tragado la tierra.
Si tenía hermanos, los hermanos creen que son uno menos.
Si tenía hijos, los hijos creen que su padre nunca existió.
En la casa donde vivía, está viviendo otra persona con todas sus cosas, los viejos cuadros de sus padres, los recuerdos de viajes de cuando era joven.
Los libros que escribió han desaparecido.
Sus alumnos tuvieron en su lugar a otro profesor.
La bicicleta en la que andaba es de otra persona. La misma bicicleta, la violeta.
Su pareja está casada con otra persona desde hace muchos años.
El asiento que ocupó en un viaje en avión hacia Estambul fue ocupado en realidad por un sacerdote.
Sus padres no lo recuerdan.
La ropa que tenía dejó de existir inmediatamente en el momento en que murió.
El mate que le regaló a su amiga, el mate que le trajo de Misiones ya no existe. Su amiga toma mate en un mate que compró ella.
En la foto grupal de segundo grado en blanco y negro, adonde antes estaba, ya no está.
El árbol que plantó junto a su abuelo está ahí, pero lo plantó su abuelo solo.
La banda en la que tocaba el bajo tiene otro bajista, un muchacho alto, que está perdiendo su cabello rubio.
El aviso fúnebre que publicaron en el diario de su pueblo cuando murió su madre, que él recortó y puso dentro de un libro, ya no tiene su nombre.
En su lápida, en lugar de su nombre está el de otra persona, Roberto Müller, muerto en 1949.
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