Cada vez que volvía en mis años de universitario a mi pueblo, me parecía cada vez más chato, más mediocre. Veía que todos se conformaban con una vida sin ninguna pretensión más que hacer algo de dinero, conservar lo que tenían, meterse los cuernos, chismosear, envidiar, tener más que los otros. Se me hacían todos timados, cortos, vulgares, mezquinos, cobardes.
Me apenaba volver. Era el último lugar del mundo al que podía pensar ir a vivir. El lugar donde había nacido me causaba vergüenza, rabia y desprecio.
Sólo iba a visitar a mi madre. Paraba solo en su casa, jamás paseaba, y si tenía que ir a algún lugar por obligación, hacía lo que tenía que hacer mecánicamente, en el menor tiempo posible.
Pero un día me ocurrió algo asombroso. En el parque del edificio donde vivía mi madre, vi una bandada de pibes de nueve o diez años. Jugaban como todos los chicos, pero en un momento empezaron a corretear todos juntos, como perros, y cantando el estribillo de una canción muy linda, quizás uno de esos estribillos más lindos que se crearon en Argentina, bastante complejo, muy alegre, pero nada infantil en el sentido de “hecho para chicos”.
Los chicos corrían riéndose y cantando a viva voz aquella canción. Y la cantaban maravillosamente bien. ¿Por qué la cantaban? ¿Cómo gente de ese pueblo cantaba tan bien? ¿Quién se las había enseñado? En ninguna versión la había escuchado tan bien, era como si hubiera sido escrita para ellos, o como si la estuvieran inventando mientras la cantaban. Entendían desde muy adentro lo que decía el ánimo de la canción y el significado de su letra. Yo no podía entender de donde había salido aquello, en ese pueblo estéril.
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