sábado, 24 de julio de 2010

Antosha Chejonté



Hubo aquel escritor que escribió en Moscú en la segunda mitad del siglo XIX, médico también, que dejó un relato sobre unos ciegos que salían juntos del teatro, a una calle una noche en la que el frío y el silencio tenían hambre de humanos. Se encontraron solos allí y repentinamente se sintieron amenazados. Se amontonaron sin saber qué esperar.
No sé cuánto le llevó al escritor poner la historia en palabras sobre el papel. El relato es brevísimo: por muy laboriosa que fuera la filigrana de su escritura, no puede haberle llevado, digamos dos meses de jornadas de un minero, una obrera textil o un campesino. Lo que le llevó mucho más tiempo, años de un minero, una obrera textil o un campesino, fue ver, entender y sentir las cosas del mundo hasta tener algo de sí lo suficientemente amasado para capturar la escena y poder expresarla.

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