El Señor de los Bandoneones
Ligeras anotaciones que hace Gustavo Ng de asuntos que piensa o encuentra escritos en libros mientras va en colectivo y luego comenta con tal o cual persona.
martes, 22 de marzo de 2011
Adelanto de un libro
Adelanto aquí un fragmento de mi próximo libro de viajes, Fernando y Matilda.
Si Jim Henson hubiera tenido un sueño rioplatense, lo habría visto hecho realidad en el fantástico taller de Bianco. Él mismo con su extraordinaria nariz y sus ojitos perdidos en los pliegos de sus arrugas, es tan querible y atractivo como cualquiera de las criaturas de Laberinto. Está allí dentro desde siempre, entre una nube de infinitos objetos perdidos en los tiempos. En el rato que nos quedamos, recorremos varios siglos. Los bandoneones rebalsaban las estanterías. Él los arregla con la paciencia de un sabio chino. ¿Le encargaban que le quitara el asma a un bandoneón de 1921? No había problemas; tenía la Eternidad por delante. No puedo entender ahora cómo, con su ritmo de caracol sin hambre, pudo contarnos tantas cosas, sobre el inglés que llegó para comprarle un bandoneón célebre, sobre su primo integrante de Los Shakers, la banda de rock and roll más famosa de la historia del Uruguay, que le había dejado el bajo “igual al de Paul McCartney” (ahí está, tan real como un adoquín, exhibido tras un vidrio que alguna vez fue translúcido), de Piazzola, de su padre, de Buenos Aires, de la calle donde tiene el taller, de cómo aprendió el oficio de luthier, de las púas de un gramófono que atesora, que se fabrican sólo en Alemania y él se las hace traer… Tiene una perrita allí dentro, y un loro. Antes de irnos le pedimos que toque el bandoneón. Sin decirnos que sí, va disponiéndose a prepararse con una parsimonia irreal, moviéndose tan lentamente que parece siempre quieto, hasta que al fin, años después, tiene el negro y distinguido aparato entre las manos y apoyado sobre una antigua rodilla levantada. El bandoneón larga su primer bufido, armonioso, envolvente, conmovedor, infinitamente melancólico y bello. Es un momento mágico. Y, como dije, clavado en la Eternidad rioplatense.
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