Mi mamá me pidió:
— Anotá el número de Clark, así lo llamás.
Clark es su novio.
Mi mamá tiene 72 años. Hasta donde sé, Clark es su tercer
pareja.
— No me parece, conocerlo así. Él vive acá en Buenos Aires,
¿no? ¿Por qué no venís y me lo presentás en un almuerzo?
El sábado pasado tuvimos el almuerzo. Tanto mi mamá como
Clark parecían muy expectantes. Fuimos a Manolo, un bodegón de San Telmo. En un
momento apareció Néstor, en los pantalones cortos porque iba a jugar al fútbol
al club de al lado. Saludó, le entregué dinero que le debía, saludó, se fue.
Clark estaba callado. Me habían dicho que hablaba mucho. Al
rato dijo que conocía el restaurante y el barrio, y habló de otras cosas que
conoce. Parece que conoce mucho. También dijo cómo hay que hacer esto y lo
otro. Me dijo qué tengo que hacer para curarme de la gota.
Mi mamá hacía lo que hace mi hija, no decía nada ni miraba
nada, hasta que quedó desapercibida. Es su estrategia para espiar la realidad.
Cuando uno descubre que eso es lo que hace, resulta muy divertido observarla.
Es como una laucha. Pero invisible y todo, sentí que mi mamá estaba contenta.
Estaba nerviosa y luego también feliz, cuando fue sintiendo que yo bendecía su
noviazgo. Tenía unas cosquillas, unas hormiguitas en el ánimo, una pequeña
primavera.
A lo largo del almuerzo fui entendiendo que Clark quiere su
bien. Creo que es un tipo que disfruta mucho queriendo. Por lo bajo me dijo que quiere ir llevándola a Santiago del Estero, donde
él tiene una fábrica de ladrillos, y a Buenos Aires.
Hace trece años le diagnosticaron a mi mamá un cáncer de
pecho. Fue como si la arrollara un tren, el de la enfermedad, y luego otro tren
en dirección contraria, el del tratamiento. Quedó aterrorizada, no haciendo
otra cosa que mirar fijamente la puerta por la que volvería a entrar el cáncer.
Todos estos años desde entonces, su vida estuvo condenada a la pasividad. No
pudo tener otra actitud que aquella pasividad estupefacta. Así, todo lo que
vivió fueron episodios que "le tocó" vivir: cuidar de una hermana
enferma hasta su muerte, ayudar a su hija en su taller, esperar que otro
pariente la necesitara. Había sido enterrada para siempre la joven brava, casi
temeraria de la que yo me enorgullecía cuando ella tenía 27 años. Y he aquí que
la tenía de regreso ante mis ojos. Volvía a ser la mujer romántica, fresca,
resuelta, atrevida, con entusiasmo de vivir y ganas de aventuras, que tomaba
decisiones como un martillazo y encaraba los días como si se largara a galopar
sobre un caballo que temblaba de energía.
Así que me quedé muy alegre y muy aliviado. Antes de
terminar el almuerzo me enteré de que Clark inventó algo decisivo para la
industria de la hojalata, que está ancho de orgullo por sus hijos y que cuidó
durante años a uno de sus nietos, hasta que murió hace poco. Coincidimos en lo
poco que hablamos de política (una de las primeras frases de mi mamá para
referirse a él fue "es quien me metió en el socialismo"). Noté que es
vivo e inquieto para los negocios, cosa que mi madre disfruta mucho en un
hombre.
En fin, tuvimos aquel almuerzo. Hicimos una buena sobremesa,
con grandes copas heladas —nos fotografiamos con ellas y bromeamos mandándole las
fotos a mi hermana, que aguardaba en San Nicolás el resultado de la reunión— y
nos despedimos. Yo me fui a trabajar, ellos se iban a pasear por la enorme
feria de San Telmo, colorida y romántica.
A propósito, en la misma circunstancia le presenté a mi mamá a
Victoria. Pero, bueno, ese ya es otro capítulo.