miércoles, 17 de septiembre de 2014

La fea y el feo


Vivían en el 7ª A. Siempre los vi de la mano. Salían a trabajar juntos, muy temprano a la mañana y a la noche volvían cansados, maltrechos, pero igual de juntos —él terminaba ante en el trabajo, la esperaba en una plaza y cuando cerraba la tienda ella iba a encontrarlo y tomaban el colectivo.
Ella era feucha y él, fiero. Ella era petisita, él muy alto. Ella tenía una cola ancha y caminaba con los piecitos hacia adentro; él tenía una cabeza de cactus oscuro, con los dos ojos juntitos allá arriba y luego una nariz que le chorreaba interminablemente. Ella tenía los ojos muy separados y el mentón le huía desde la boca; él era muy flaco, pero con una pancita redonda de pichón de gorrión. Era agradable verlos, tan feos, juntos. Hacían sentir esperanza y daban el alivio del consuelo. Y verlos sonreírse uno al otro, inocentes como cachorros, indefensos ante el mundo pero abrazados, hacía que uno los quisiera.
Y bien, he aquí que esta mañana, al llegar a la puerta del edificio que compartimos, vi llegar a la chica abrazada a un muchacho que no era él. En cambio era un chico cualquiera, indistinguible de cualquier otro muchacho de por ahí, ni lindo ni feo, ni particular en ningún sentido. Ella también se me hizo vulgar, con una mirada fea que jamás le había visto. Sentí que me saludó desafiante. Luego tomamos el ascensor los tres. Yo no sabía qué hacer conmigo.



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