¿Vieron El ciudadano ilustre?
Una película argentina que empieza con un chiste muy bueno.
Un escritor de un pueblito de la provincia de Buenos Aires recibe un premio enorme internacional (que sea el Nobel es una de las torpezas de la película, pero eso es otro tema).
En su discurso cuando le dan el premio dice que el reconocimiento es el reconocimiento al fin de su carrera como escritor, porque si lo consagra el poder establecido, que decide quién es el mejor, entonces su obra no vale nada. “Una obra”, dice más o menos, “vale por su poder de cuestionar, y entonces incomoda al poder, es rechazada, abominada, censurada. Si es premiada, es una obra que apuntala un orden injusto”.
El chiste es que todos los que escuchan ese discurso, que son la crema de la crema del poder sobre la cultura, el mundo editorial y la literatura, lo ovacionan.
Conocí un escritor que hacía organigramas para todo.
Un día observó el organigrama de todas lo que estaba escribiendo, y en su vida no hacía otra cosa que escribir, y le sucedieron dos cosas.
Primero, le impresionó la cantidad de proyectos literarios en que estaba trabajando. Le pareció una cantidad exagerada, le divirtió el disparate y luego no le gustó su insensatez.
Segundo, lo asaltó esta pregunta: ¿cuántos de esos proyectos los hacía por compromiso, porque debía mantener y alimentar su figura en el ambiente, porque todos los hacen, porque “se supone” que tenía que hacerlos?
Empezó a tachar esas actividades con un fibrón rojo.
Asombrosamente, el organigrama quedó sembrado de tachaduras rojas.
La mitad de sus proyectos habían quedado tachados.
Impresionado, siguió mirando el dibujo, leyendo uno por uno los proyectos de cuentos, artículos, conferencias, talleres tachados y los que no había tachado.
Y entonces le ensombreció el ánimo otra duda asesina.
Sintió que entre los proyectos que quedaban libres, algunos los hacía por deseos de otros, no por deseos suyos.
Algunos las hacía para ganar prestigio, que es lo que quería su padre, otros para hacer el personaje irreverente y cínico que sus amigos festejaban, otros para ser único, que es lo que hacía feliz a su madre.
No es que no fueran deseos suyos, pero si los demás no tuvieran esos deseos sobre él, no haría nada de todo lo que estaba haciendo en su vida.
Tachó cada uno de esos proyectos también, sólo para averiguar cuáles eran los que hacía por deseos sólo propios, aquellas cosas que no hacía para satisfacer a otros.
Cuando terminó de tacharlas, tuvo frente a sí la nube de proyectos literarios que es su vida y cada proyecto estaba tachado.
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