martes, 5 de julio de 2022

Allí donde no estaré


Fuimos amigos con Zoraida cuando éramos adolescentes. Luego no nos vimos más. Cada uno vivió su vida sin saber del otro.

En una reunión que invitó un amigo en común nos volvimos a encontrar y charlamos muy cálidamente. Algo de la intimidad que habíamos tenido hace décadas seguía vivo, y a eso le sumábamos el apaciguamiento y la cortesía que ganamos con los años.

Unos días después le propuse que camináramos por las calles de Parque Chas y aceptó con gusto.

Los dos somos viudos. Casi inevitablemente hablamos de los muertos.

Comentamos que tanto su esposo como mi mujer habían sido cremados.

— En Argentina los cuerpos de los que mueren, si no se creman, deben ser depositados en un cementerio —me dijo Zoraida.

— Claro, no permite otra cosa la ley.

— Con las cenizas, en cambio, hay libertad.

— Sí. Muchas cenizas son colocadas en otros objetos o arrojadas…

— Se usa la palabra “esparcidas” —observó.

— …cierto, “esparcidas”. También se meten en joyas, de manera que alguien lleve a su muerto encima, o en esculturas o cuadros, en las que las cenizas se mezclan con el material o la pintura.

— ¿Joyas?

— Y esculturas, y pinturas.

— Qué dislate.

— Como no están de moda, no se usan automóviles, ladrillos de una casa, pirámides en la terraza de los rascacielos, mascarones de proa, veletas, relojes o casitas para que los pájaros hagan nido adentro —reflexioné.

— Seguís siendo tan ocurrente.

— También arrojan, esparcen, las cenizas a la estratósfera.

— Una extravagancia de ricachones mersas.

Coincidí.

— Pero me parece que lo usual —me dijo— es esparcirlas en lugares más comunes, los océanos, los ríos, los campos, montañas, parques, jardines.

— Las cenizas de tu marido, ¿dónde están? —le pregunté.

— En el cinerario de la iglesia de la Virgen del Rosario.

— Un santuario.

— Sí.

— Como los estadios de fútbol, los del Gauchito Gil o la Difunta Correa, o las tumbas de ídolos como Carlos Gardel, Diego Maradona, Rodrigo El Potro y Gilda.

— Claro, son santuarios, también.

Caminamos un rato en silencio.

Al fin me preguntó:

— ¿Tus cenizas adónde irán? 

— Adonde decidan los que queden.

— Claro, pero ¿no te preguntaron?

— No, pero si me preguntaran, respondería que deberían estar adonde pertenezco. Quizás pediría que las enterraran en el fondo de la casa de León Guruciaga 262, abajo de los durazneros, o al pie de las palmeras del primer patio de la casa de calle Alem 112. Fueron las casas de mi infancia, lugares que de algún modo me constituyeron, pero sólo viví allí breves períodos de tiempo. ¿Qué pasa con todos los demás lugares adonde pertenezco?

— No podés estar en todas partes.

— Una parte de mí pertenece a una cortada que salía de la avenida Oswaldo Cruz, en Rio de Janeiro, o a los talleres de la Escuela Industrial, o al parque de la casa donde nació mi hija.

— ¿Dónde pasaste más tiempo?

— En el departamento de Buenos Aires donde vivo ahora, pero siempre me resultó un lugar de paso.

— Pero ¿no es lo provisorio el asunto mismo de los lugares propios en este mundo en esta vida?

— Es cierto. 

Hicimos otro silencio.

Luego continué:

— Si me pongo ancestral, pediría que coloquen mis cenizas cerca de la casa de Arroyo del Medio, porque mi madre siempre me dijo que era la de nuestra familia.

— Yo sería más simple —dijo—. Quisiera que metan mis cenizas en el panteón del cementerio donde están los restos de mi madre, mis abuelos y demás parentela. Pero hablando de tus ancestros, ¿no pedirías que lleven tus cenizas a China?

— Sería algo artificioso, un invento, quizás con intenciones poéticas, “el terruño de donde llegó mi sangre”. Con la misma intención podría pedir, digamos, que arrojen mis cenizas en una calle de Nueva York un día de invierno temprano, cuando aún no ha comenzado a nevar y la gente va abrigada, pasan lentamente los taxis amarillos y de las tapas de hierro redondas de las calles sale el vapor blanco. Mi pertenencia a ese paisaje es más la construcción de una añoranza que algo natural.

— ¿Pero qué es algo natural? ¿Qué es pertenecer a un lugar? Nacimos en San Nicolás y entonces deberías ir al cementerio o algún lugar de San Nicolás, pero sólo una sexta parte de tu vida transcurrió en San Nicolás.

— Sí, hoy es tierra ajena para mí.

Hacemos silencio, y luego conversamos sobre el barrio. Cada uno ha paseado por Parque Chas por las suyas, y ahora tenemos esta hermosa convergencia.


Mientras charlamos, una parte de mi cabeza sigue con el tema de las cenizas. Me pregunto qué tierra no es ajena para mí.

Pienso que, más allá de las ideas y los deseos, pertenezco allí donde puedo aparecer en cualquier momento y sentir que nunca me fui. 

Estoy en un avión, en un café, en un hotel, en un aeropuerto, en el hotel de Villa General Belgrano donde pasábamos las vacaciones cuando éramos chicos, en los pasillos de la Hallandale High, en el Refugio del Frey, en un aula de Marcelo T., en la casa de mi padre en Brooklyn, en la cancha de tenis en el Morro da Viúva, en el departamento de mi tía Tita en el centro de Buenos Aires, en el hostel en Montevideo con Fer, en el subte de Beijing, en la oficina en Pavón y Entre Ríos, en un camino largo por campos y bosques de Inverness, en la casa en Ramos Mejía, en la clínica San Nicolás, donde trabajaba mi mamá, en el estudio de televisión de Bariloche Visión Codificada, en el tren entre San Nicolás y Retiro, en la escuela budista en Sichuan, en la Catedral de San Patricio de la calle Montt, en el camping Monte Bubby, en el restaurante El Faro, en la casa en la Barra del Maldonado, en la casa roja de Rancho Grande, en la granja El Paraíso en Matanzas, en la avenida Benavídes en Miraflores, en las aulas en la Escuela de Periodismo en la calle Rodríguez Peña, en el Museo de Historia Natural de la calle 81, en la casa de nuestra familia en Taishan, en la entrada de la escuela primaria “Domingo F. Sarmiento“, en el camino desde casa hasta el jardín de infantes de Iri en San Isidro, en la casa de mi abuela en la calle Corrientes, cerca de las vías del tren, en el taller de mi tío Milo en Floresta, en la cancha de tenis en Hallandale, en la casa en Caraíva, con Denise y nuestra perra, en el asentamiento de los wichí sobre el Bermejo, en la clínica Anchorena donde estuve internado por Covid, en la fábrica ESTELA, donde era supervisor en el turno noche mi papá, en el mercado de Kashgar, en el cementerio del Père-Lachaise, en la casa de Mariela y Pablo en Rosario.


Es Zoraida la que vuelve al tema.

— Claro que, como estaremos muertos, lo mismo nos da, pero tu pregunta sobre adónde querés que pongan tus cenizas, o sea tu eternidad, es preguntarte por el lugar al que pertenecés.

— En eso pensaba. Pienso en demasiados lugares.

— Fracasás en la elección.

— Fracaso. No puedo poner el dedo en un mapa y decir “acá”.

— Fracasás en tener una pertenencia.

— Tal cual.

— Bueno, pero pertenecer a un lugar no sé si es el único criterio —piensa en voz alta—. Hay quien quiere que sus cenizas sean colocadas en la tumba de Carlos Gardel porque quiere pasar la eternidad con su ídolo. 

— Las cenizas serán felices para siempre instaladas junto al objeto de su devoción.

— Claro. Gardel, Boca, La Virgen de Luján, que además les darán protección. Y también están los que desatan su deseo de sentirse especial. “Esparzan mis cenizas sobre las aguas de mi querido Río Sena”, me dijo una amiga que jamás pisó Francia.

— Sí, es lo que te decía antes —le dije—. Yo muero, pero mi pretensión, no. Fijate la moda algo filosófica que plantea que la vida y la muerte son parte de lo mismo, el círculo de la vida, etc. 

— Muchos quieren que sus cenizas sean enterradas junto a un árbol.

— En cambio —observo—, no conozco el pedido de que sean integradas al alimento balanceado para las gallinas o para las truchas, o que abonen un campo de alfalfa que luego será forraje para caballos.

Nos reímos.

— Che, parece que este reencuentro es de humor negro —me dijo, divertida.

— Se venden urnas ecológicas en las que las cenizas se mezclen con una semilla y la urna se entierra para que nazca un árbol. 

— Estamos hablando de moda, de lo provisorio, decimos que estamos de paso… —observa.

De algún modo interrumpí su reflexión.

— Mi esposa —le confesé— me pidió que repartiera sus cenizas en tres lugares donde fuimos felices, así yo tenía una razón para volver allí.

— Es un deseo muy hermoso —dijo con delicadeza.


Ya no se veía el sol y el frío del invierno crecía rápidamente en Parque Chas.

— Espero que se repita este paseo —dijo Zoraida.

— Tenemos muchas cosas de que hablar —le respondí.

— Sí, ¡aprovechemos que aún no somos cenizas!

Reímos otra vez. Luego la acompañé hasta su auto y nos despedimos.







1 comentario:

  1. Por eso es mejor tirar las cenizas al agua. Porque una vez en el agua, ya no dejás ningún lugar por visitar. El agua viaja a todos lados, en diferentes formas. Yo les dije a mis hijos que tiren mis cenizas en el río de la Plata.

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