En una época, cuando yo la visitaba en San Nicolás, le dio a mi madre por poner a la gente ante dilemas como un boxeador muy fuerte pone a un mequetrefe entre las cuerdas.
“Dejá de dar vueltas, decime ya, ¿hago papas fritas o
fideos?”, me interpelaba. Si yo osaba cuestionar la ofensiva, “qué sé yo, sos
vos la que cocina”, mi madre montaba en cólera.
“¡No! ¡Decime vos! ¡Vos sos el invitado!”
Con el tiempo aprendí a responder de manera automática:
“¡Puré!”.
Pero, claro, no era tan fácil. No era cuestión de decir
cualquier cosa, porque inmediatamente después de la respuesta uno tiene que
responsabilizarse.
“Pero, puré me pedís, ¡si no tengo nuez moscada!”
Sin embargo, era preferible ser el culpable de su
indignación que convertirse en objeto de su ira.
A la que tiene en jaque a cada rato es a su hermana Tita.
Entre muchos hermanos, mi madre es la hermana menor y Tita es la mayor, por
tanto la encargada de dirigir la vida de los demás. En su momento, le llegó a
prohibir a mi madre que estuviera de novia con mi padre porque él era chino.
“Te va a llevar lejos”, le vaticinó.
Pero perdió la partida ante la tozudez de mi madre, y
cuando mi padre finalmente llevó a mi madre lejos, invitaron a Tita. Recuerdo a
mi tía muy contenta, en el restaurante que recién había estrenado mi padre en
Nueva York.
Ya pasaron muchos años de aquello y ahora mi madre la cuida
porque Tita tuvo dos derrames cerebrales y quedó medio parapléjica. Ya tiene
más de ochenta años. Y demencia senil.
“¡Tita, respondeme!”, le demanda mi madre, olvidando que Tita
no puede hablar. Sólo hace unas señas, unas indicaciones con la mano y algún
sonido gutural. Por ejemplo, cuando una vez mi madre le preguntó “¿querés ir a
ver la televisión o querés ver cómo cocina Gustavo?”, respondió algo así como
“ao” y mi madre puso la silla de ruedas de Tita frente a mí para que me observara.
Yo sé que Tita nunca me ha querido mucho y no hemos
tenido mucha comunicación, pero no soy tan descorazonado, y me apena un poco
verla derrumbada y la vida que lleva, de modo que aquella vez se me ocurrió
hacerle un show. Comencé a imitar a los cocineros parlanchines y desfachatados
de la televisión, muy ocurrentes, algo locos, siempre simpáticos, y le fui relatando
todo lo que hacía, hilando pavadas en un discurso sin fin.
“Ahora vamos a rehogar la carne junto con el pimiento en aceite
de oliva, porque se ha puesto de moda el aceite de oliva, ¡algo nunca visto!,
fíjese usted, Tita, que ahora el aceite de oliva es el jugo de los dioses, cura
todo, es lo más rico que sale de la naturaleza, cuesta una fortuna y con sólo
mencionarlo ya es usted una persona distinguida. Yo no sé por qué vale tanto ahora,
será porque lo sacan de unas cositas tan chiquitas como las aceitunas”…
Tomé un pollo entre mis manos, “¡pero qué pollo tan
extraño me han traído! No es un pollo cualquiera este, fíjesé, Doña Tita, que
es un bailarín (hago bailar el can can al pollo). ¡Ay, Dios mío! ¿De qué ballet
lo habrán sacado? Es muy preocupante, porque una compañía de ballet no es lo
mismo si le falta el primer bailarín pollo. Ahora tengo que untarlo de mostaza,
miren como queda... Pero él debe estar acostumbrado al maquillaje... Y si al
salir del horno volviera con los otros pollos bailarines, ¿qué le dirían?
«¡Primer bailarín, dónde has estado! Seguro que en el Caribe, con ese bronceado
tan bonito que tienes». No, no vamos a dejar que se burlen de él, de modo que lo
comeremos”. Y así.
Vi que mi tía estaba de lo más entretenida. Se reía de mi
tono y de que me hiciera el loco.
Me pregunto qué pensaría de la escena Tulo, el gato viejo anaranjado, que siempre duerme por ahí, sobre la ropa recién planchada o en lo alto de una alacena. Cada tanto veo que nos mira y me ha parecido que de algún modo nos reprueba. Como sea, desde entonces con Tita hemos persistido en nuestro encuentro. Cuando llego a la casa, ya mi madre me tiene preparados los utensilios de cocina y en cuanto elijo qué comeremos, aunque refunfuñando, dispone los ingredientes y ubica a Tita para que pueda verme en primera fila.
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