Hoy fui a comprar pescado. Quería comprar algún pescado que no se deshiciera al cocinarlo.
En la pescadería estaban la chica, o señora, o chica, entretenida
con su celular, con el pelo rubio planchadísimo y las uñas de diferentes
colores en cada una, y el que atendía.
No me gustan esos clientes que se ponen a charlar y no
les importa que los demás clientes tengan que esperar reventando hasta que ellos
agoten sus ganas o su necesidad de hacer sociales, pero como no había nadie más
que yo, y a mí me gusta hacerme amigo, y estaba de buen humor, aunque no
conocía al que despachaba, le di charla.
Me recomendó:
— Llevate unas rodajas de atún, o pollo de mar.
Le dije que sabía cómo era el atún, y la merluza, pero
que nunca había visto un pez pollo de mar.
Le señalé los que estaban enteros, unas brótolas, unos
lenguados:
— Ves, con esos no hay problemas, pero me gustaría conocer
a un pescado que voy a comer. Nunca vi un pollo de mar. Jamás pesqué un pollo
de mar. Con el nombre, me imagino que se parece a un pollo, pero no sé cómo un
pescado se puede parecer a un pollo.
El tipo miraba para abajo, le pasaba el trapo rejilla al
borde del mostrador de aluminio, para acá y para allá, como esperando a que yo
terminara de hablar.
— ¿Vos alguna vez viste un pollo de mar?
— No.
— ¿Ves? Yo no sé si alguien alguna vez habrá visto un
pollo de mar.
La rubia seguía con el celular.
— ¿Y no te da curiosidad saber qué forma tiene? —la seguí
con el hombre, que ya directamente no me contestó.
Busqué en mi celular la imagen de un pollo de mar y se la
mostré.
— Sé —murmuró el tipo (quise decir “sí”, no que sabía), y
no miró el celular.
Ninguna curiosidad por saber qué recomendaba, qué era lo
que tenía delante de sí cada día, lo que había agarrado con las manos, pesado y
cobrados miles de veces.
¿Dónde habrá perdido la curiosidad?
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