Bárbara, que es el compromiso tallado en granito, la que jamás falla, le advirtió a Carlos: “a ese taller no puedo ir. Sabés que me enciende sentir que peleo porque algo salga adelante, y ahí no hay posibilidad de que algo salga adelante. Sólo hay paliativos. Eso de darle a un desahuciado el alivio de tomarle la mano para que en cuando lo soltás se le vuelve otra vez el infierno encima, no es para mí. Sé que alguien debe hacerlo, es lo básico de lo humano; entiendo que es lo primario, abrazar al que está herido, sin importar las consecuencias, ni esperar nada, pero vos entendé que muy pocos pueden hacer eso. Muy pocos se bancan dar todo para alguien que no va a salir adelante”.
Como siempre, Bárbara era completamente honesta y tenía razón y Carlos debió someterse a su criterio incontestable. Pero llegado el momento él no pudo evitar rogarle que lo acompañara una única vez al taller de cuentos para aquellas mujeres en problemas. Noble como es, y tras hacerle jurar a Carlos que no intentaría convencerla de hacerse cargo del taller, aceptó.
Ya en la situación, sentada entre aquellas mujeres con quienes un dios miserable se había ensañado, sus palabras cobraban sentido para Carlos en el gesto infinitamente desconsolado con que lo miraba. Él debió haberla liberado, pedido que fuera a hablar con la encargada del lugar, pero otra vez apareció su ángel malvado con una ocurrencia y le pidió que se sentara junto a una ciega.
Se trataba de una chica ciega y retrasada mental, de la que su familia se había desentendido. Había vivido en la calle y luego en los refugios que ofrece el municipio a las personas caídas al fondo del fondo; los que no tienen casa, ni amigos, ni familia. La chica había andado de refugio en refugio. La llevaban de acá para allá, la mandaban lejos, se la sacaban de encima.
“Soy linda, yo”, dijo en un momento, sin conexión con lo que se estaba hablando. “Yo cumplo años mañana”. Sonreía. Estaba contenta; Carlos le dijo, “estás contenta, Ceci”, y ella, “sí”, y una coordinadora: “ella siempre está contenta”. La coordinadora era quien había comentado de Ceci. Había quedado ciega a los 21 y ahora tenía 38.
Al principio del taller Carlos había vuelto a explicar qué harían: cada una escribiría una historia sobre un tema que él asignaría y cuando finalizaran, leerían su historia a las demás. Era la primera vez que Carlos tenía a una ciega en el taller. “Vos, Cecilia, tenés que escuchar, primero el ruido que hacen tus compañeras al escribir y luego sus historias, cuando las lean”. Luego: “y si se te ocurre una historia, a la hora de leer, vos contás la tuya”. Ceci sonreía como si estuviera viendo un mundo de animales que la alegraban. “Sí”, dijo, casi con entusiasmo.
Fue cuando la vió con esa sonrisa, una sonrisa de tres dientes amontonados unos sobre otros en medio de una boca desdentada, y aún así sonriendo, tan limpia e inocentemente, y entregada como un bebé extasiado con su mamá; fue en ese momento que Carlos le dijo a Bárbara “vení, sentate con Ceci”, y a Ceci: “mejor vamos a hacer otra cosa. Vos, me parece que tenés ganas de contar una historia. Por qué no le dictás a Bárbara y ella lo escribe, ¿sí?”
Bárbara no dudó: agarró un papel, sacó una lapicera y con firmeza le dijo a Ceci: “contame”. Ceci se puso a dictarle inmediatamente, y todo el tiempo que le dictó tenía esa sonrisa atroz, de santa aborrecida por un dios despreciable y de simple dicha de estar viva.
Cuando terminó el taller, en la calle Carlos le dijo gracias a Bárbara, y le pidió disculpas.
— Sos una mala persona —dijo ella, y con su mano decidida le asestó a Carlos un porrazo en la tapa de la cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario