Mi experiencia como músico es muy rica, aunque se reduce a
dos grandes momentos. El primero fue mi intento de aprender guitarra con Don
Chávez. No duró mucho. Mi padre me llevó y dejó solo, y Don Chávez no era un
tipo tierno. Me apretó los dedos contra el puente con una fuerza que me asustó
y me dijo "chango". No volví. Me quedé recordando un boxer que tenía
Don Chávez. El boxer tenía hepatitis.
El segundo momento fue cuando en mi grado probaron voces
para un coro. Yo me ofrecí, ya que me gustaba cantar los temas de un disco de
Joan Manuel Serrat que tenía mi madre. Pero cuando estuve frente todos mis
compañeros, incluida Viviana Caón, y todos empezaron a reírse a carcajadas de
mí, incluida Viviana Caón, supe que mi carrera como cantante no sería pan
comido.
Y allí terminó todo.
Sin embargo muchos años después estábamos errando por el
Noroeste como verdaderos inútiles, festejando sin parar con sustancias tóxicas
que éramos jóvenes para siempre, que no necesitábamos para vivir más que
nuestra amistad, un poco de pan, una chica y las estrellas; así andábamos y
encontramos unas piedras musicales. Cada una que se golpeaba contra una roca
mayor producía prístinamente un re o un do. Quedé fascinado. Entonces fui
golpeando las piedras para tocar una melodía. Toqué una canción de Gustavo
Santaolalla que se llamaba Príncipe Azul. La toqué casi entera, al principio
con un poco de asombro, luego con gusto y al fin completamente absorto. Cuando
acabé, los dos amigos con quienes estaba, aplaudieron y gritaron.
Yo no sé si realmente hice la melodía, porque estaba en un estado
bastante alterado —y ciertamente mis amigos también, de modo que habrían
aclamado cualquier cosa que hubiera hecho— pero fui tan feliz y nos reímos
tanto, que la verdad histórica me importa un pito.
Hoy creo que sin técnica no se hace música, pero concibo que
es músico todo aquel que le saca sonidos que le gustan a cualquier cosa.