Eran las chicas más lindas que conocí ese año. Tenían esa chispa
femenina que a los hombres nos fascina y que jamás podemos alcanzar, porque es
más rápida que lo que podemos movernos y pensar, y más despiadada, graciosa,
osada y loca de lo que podemos concebir.
Siempre quedamos como bobos, los hombres frente a esas
chicas. Y es lo que me pasó de lleno con estas dos, que eran dos ejemplares
bastante extremos. Terminaron ligándose entre ellas y no es que me dejaron
afuera, pero me sumaban como a una mascota, por cariño, para jugar, pero yo les
era completamente dispensable, y cuando verdaderamente se entusiasmaban me
apartaban y se olvidaban de mí.
El sexo era importante entre ellas. Pensé que eran unas ninfómanas,
unas sexópatas. Con el tiempo, con bastante tiempo, sin embargo, comprendí que
dentro del sexo buscaban algo más, y que cada vez que se lanzaban a morderse y mirarse
y refregarse y susurrarse y chuparse y enroscarse una en la otra como un manojo
de serpientes hermosas, estaban buscando meterse una dentro de la
otra más y más y más, buscando algo que habían podido tocar con la punta de los
dedos y que sabían que podían atrapar.
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