Yo era amigo de Carucha Sarnú en la secundaria y muchas veces iba a su casa. Tenía una familia de inspirados, todos hermosos, hombres y mujeres, y niños de una belleza que te encandilaban. Viejos, grandes, chiquitos, muchísimos. Muchísimas criaturas perfectas, con una energía desatada, los cuerpos de atletas naturales, las miradas como un fuego penetrante, inteligentes como animales salvajes. Alegres o enojados, todo el tiempo exagerando, gritándose dentro de la casa como si estuvieran en un campo abierto, devorando incivilizadamente lo que se les antojaba, los niños arañándose y tirándose de los cabellos, y peleando con los perros debajo de la mesa, los hombres y las mujeres bebiendo vino barato encima. Era gente sin ley. Criaban un chancho como a un niño, y se lo comerían cuando creciera. Tenían un mono que habían comprado en un circo, un mono enorme, atado con una cadena de una pata. Vivían sin previsión, las chicas embarazadas a los 14 años, las deudas impagas, los autos chocados, las enfermedades desatendidas. Se dejaban arrastrar por la pasión de amor sin refrenos, y entonces había cornadas y puñaladas, y rencores de toda la vida que jamás se perdonaban. Las ganas de tener un auto, una moto, unos pesos los llevaban a la cárcel, donde seguían a las trompadas. Eran personas a las que no les importaba en absoluto las consecuencias de sus actos, y sin embargo, la familia no se extinguía.
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