Hace dos minutos voy bajando la escalera hacia el andén del
subte, escucho que llega un tren, abre las puertas y, como voy atrasadísimo, me
lanzo escaleras abajo, empiezo a esquivar gente como un rugbier, ya en el andén
grito un “¡¡¡¡¡PERMISOOOOO!!!!!“ desaforado para que todos se aparten y me
mando al vagón cuando ya las puertas largaron ese golpe con que se cierran.
Consigo meterme, pero como entré como una bala, no puede
frenar y me llevé puesto a un fulano.
Era un tipo de unos 60 años.
Llevaba jeans y todo lo demás, lana... Incluso, un gorro de
lana de muy vistosos colores.
Tenía unos anteojos negros que le abarcaban la mitad de la
cara, quizás un poco más.
Lo abracé como si fuera mi mamá que resucitó, mientras le
pedía mil disculpas, mil disculpas, mil disculpas.
El me sonrió bonachón, y me dijo “está bien quédate tranquilo,
quédate tranquilo”.
Era interesante que tenía un aliento a porro maravilloso.
Ese hálito verde, un poco a tierra, dulzón, tan
característico.
Parecía que hubiera estado masticando un kilo de porro por día
los últimos cinco días.
En fin.
Y acá lo tengo al lado, ahora. Dándome charla.
Dice cualquier cosa.
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