Bárbara es una antropóloga divergente.
Recuerdo que cuando estudiábamos cuestionaba cada cosa que
decía un profesor o que leía.
Jamás aceptó nada.
Los profesores la odiaban todos. Los interrumpía
constantemente para discutirles sin fundamento y sin racionalidad.
Decían que estaba loca.
Tenían razón.
Se hizo católica, rastafari, sufí, budista, experimentó con
todo tipo de vegetales que le provocaban alucinaciones.
No cree en la realidad.
Es anarquista epistomólogica, lo que aplica a la antropología.
Hace unos días nos encontramos y sólo me habló de cuánta plata
le cobraba el veterinario para curarle una nutria que tiene de mascota.
Es instructora de qi kong en un parque. Casi no cobra. Tiene
la elasticidad y la tensión de una nena de 14 años.
Le interrumpí su relato interminable de la nutria para decirle
lo que pensaba de ella. Le dije que toda su vida buscó otro camino a cada paso que
daba, y que con eso nos había regalado una gran libertad a sus amigos.
Entraba los paisajes
nuevos armada con su aparato cognoscitivo de este mundo y por lo tanto nunca
pudo ver nada nuevo. Siempre volvió frustrada, pero los que la seguíamos
descubríamos cómo traía prendidos de sus polleras, de sus cejas, de su nariz y
entre los dedos de sus pies cosas rarísimas, indescriptibles y efímeras. Se
disolvían en un instante, y ellas jamás las percibió, pero nosotros nos
quedamos absortos porque vimos prendas de otra realidad.
Cuando
muera, su alma no se enterará en absoluto y seguirá por acá, diciendo no, no,
no es así, estás equivocado, eso es una pavada, eso que decís es sólo algo
funcional al poder.
Y
tomará por otro camino.
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