domingo, 8 de abril de 2018

Yo lo vi



Aunque yo era muy chico, debía tener siete años, supe claramente que las ropas del tipo eran las más finas que había visto en mi vida. Tenía una camisa blanca de una blancura luminosa, de otro mundo, y un traje gris oscuro de una tela que caía de un modo tan hermoso que aún siento placer al recordarla. Y calzaba unos zapatos marrones hechos con una precisión increíble, que tenían el balance perfecto entre nuevos (si hubieran estado perfectamente nuevos hubieran llamado la atención groseramente por pretenciosos) y gastados (era obvio que cuando se le gastaban un poco demás, ya no los usaba).
Esa ropa maravillosa, llegada de una realidad que yo sólo podía imaginar, era vestida por un pequeño hombre que tenía una expresión noble, una manos grandes, un corte de pelo perfecto y una borrachera muy desagradable. Apenas se mantenía parado, en el andén de la estación de tren de San Nicolás, a las cuatro de la tarde.
Cholulo, mi padre me dio un papel y una lapicera y me dijo, riendo, andá pedile un autógrafo.
Yo no sabía qué era un autógrafo.
Mi padre y las personas que estaban con él, entre ellos mi madre, me explicaron y me dictaron las palabras para decirle.
Decile "Campeón, ¿me firma un autógrafo?"
Fui hacia él automáticamente.
El hombre me sonrió con una sonrisa muy buena. Tomó el papel, lo firmó, me puso una de sus manos en la cabeza y me sonrió, mientras me miraba con esa fijeza vacía de los borrachos.
- ¿Vos cómo te llamás?
- Gustavo.
- A mi querido amigo Gustavo -dijo, como si estuviera escribiendo.
Entonces ya nos rodeaban varias personas, todas con papeles para que Pascualito Pérez les firmara.
Yo me acordé de la ropa y de la amistad con que me miró, y de la frivolidad de mi familia, pero me llevó años entender que ese hombre borracho había llegado a ser lo más que podía ser, que había corrido miles de kilómetros entrenando, que había pasado años en los gimnasios como casi nadie se dedica a lo que ama hacer, que había recibido cientos de trompadas en las costillas, en la boca, en los ojos, en la nariz, en la cabeza, que eran capaces de poner en coma al tipo más robusto. Me enteré que ganó la medalla de oro en las Olimpíadas y que fue campeón del mundo durante seis años; que peleó en el ring 92 veces, ganó 84, 57 por nocaut. Defendió nueve veces el título mundial. Muchos dicen que él y Monzón fueron los mejores de la historia del boxeo argentino.
Me había puesto una mano en la cabeza alguien que era más que humano. Mi padre debió explicarme eso. Con siete años, sólo lo entreví en la ropa.






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