Aunque
yo era muy chico, debía tener siete años, supe claramente que las ropas del
tipo eran las más finas que había visto en mi vida. Tenía una camisa blanca de
una blancura luminosa, de otro mundo, y un traje gris oscuro de una tela que
caía de un modo tan hermoso que aún siento placer al recordarla. Y calzaba unos
zapatos marrones hechos con una precisión increíble, que tenían el balance
perfecto entre nuevos (si hubieran estado perfectamente nuevos hubieran llamado
la atención groseramente por pretenciosos) y gastados (era obvio que cuando se
le gastaban un poco demás, ya no los usaba).
Esa
ropa maravillosa, llegada de una realidad que yo sólo podía imaginar, era
vestida por un pequeño hombre que tenía una expresión noble, una manos grandes,
un corte de pelo perfecto y una borrachera muy desagradable. Apenas se mantenía
parado, en el andén de la estación de tren de San Nicolás, a las cuatro de la
tarde.
Cholulo,
mi padre me dio un papel y una lapicera y me dijo, riendo, andá pedile un
autógrafo.
Yo
no sabía qué era un autógrafo.
Mi
padre y las personas que estaban con él, entre ellos mi madre, me explicaron y
me dictaron las palabras para decirle.
Decile
"Campeón, ¿me firma un autógrafo?"
Fui
hacia él automáticamente.
El
hombre me sonrió con una sonrisa muy buena. Tomó el papel, lo firmó, me puso
una de sus manos en la cabeza y me sonrió, mientras me miraba con esa fijeza
vacía de los borrachos.
- ¿Vos
cómo te llamás?
- Gustavo.
- A mi
querido amigo Gustavo -dijo, como si estuviera escribiendo.
Entonces
ya nos rodeaban varias personas, todas con papeles para que Pascualito Pérez
les firmara.
Yo
me acordé de la ropa y de la amistad con que me miró, y de la frivolidad de mi
familia, pero me llevó años entender que ese hombre borracho había llegado a
ser lo más que podía ser, que había corrido miles de kilómetros entrenando, que
había pasado años en los gimnasios como casi nadie se dedica a lo que ama
hacer, que había recibido cientos de trompadas en las costillas, en la boca, en
los ojos, en la nariz, en la cabeza, que eran capaces de poner en coma al tipo
más robusto. Me enteré que ganó la medalla de oro en las Olimpíadas y que fue
campeón del mundo durante seis años; que peleó en el ring 92 veces, ganó 84, 57 por nocaut. Defendió nueve veces el título mundial.
Muchos dicen que él y Monzón fueron los mejores de la historia del boxeo
argentino.
Me
había puesto una mano en la cabeza alguien que era más que humano. Mi padre
debió explicarme eso. Con siete años, sólo lo entreví en la ropa.
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