A la tercera hija del segundo líder le tocó ser la encargada de contar los cuentos.
Aunque algunos se emocionaban con sus relatos, no era una gran narradora. Muchos se iban poco después de que ella comenzara, algunos habían decidido no ir a escucharla, ya. Habían conocido mejores narradoras, algunas les tocaron el alma, les hicieron ver las cosas de otra manera, les revelaron los sentimientos que mantenían ocultos, les decían quiénes eran verdaderamente, los habían hecho chillar de gozo y emoción por la belleza de su representación.
Pero esta no.
Sin embargo, le había tocado esa función, y la llevaba con orgullo.
Se entregaba a cada narración con cuerpo y alma. Aprendía cada detalle de los cuentos con pasión.
Fabricaba los adornos para un cuento, los disponía en el lugar donde lo contaría, se disfrazaba, se maquillaba.
Ensayaba todo el día, durante muchos días.
Probaba una coreografía, otra. Experimentaba con poses del cuerpo, con diferentes voces.
El día anterior invocaba a los dioses para que le dieran fuerza y destreza para contar, y cuando finalmente llegaba el momento de contar, se posesionaba, corría, se encastraba, se pegaba contra los troncos de los árboles, se desplomaba al piso, lloraba o reía a los gritos.
A veces cuando terminaba, miraba alrededor, sudada, sucia, la ropa desgarrada, sin resuello y con el alma vacía, y comprobaba que ya se habían ido todos.
Eso la entristecía, pero había dado lo que tenía.
Había hecho una fiesta de la vida.
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