Hace poco fui a visitar a mi papá donde vive, en Brooklyn.
Mi papá tiene 86 años. Estuvimos mucho tiempo sin vernos, pero ahora que está grande, procuro visitarlo todos los años.
Volví a Buenos Aires a finales de abril y me aboqué a presentar dos libros que me publicaron recientemente, El regalo del Dios Viento y El Tangram de China.
Muchas veces, cuando hago algo, me pongo a pensar en lo que estoy haciendo. Eso es lo que me pasó estos días.
Me pregunto para qué publico en forma de libros lo que escribo y para qué presento los libros.
La primera razón es que me hace muy feliz la felicidad que lo que escribo le provoca a mi madre —por muy muerta que esté.
De esa felicidad paso a la torpe satisfacción de mi egomanía.
Más complicado es el cometido de pedirle disculpas a mi padre, por motivos que no viene al caso, y también darle motivos para que se sienta orgulloso y para honrarlo, con todo lo que significa honrar al padre, tanto en la cultura china como en la judeocristiana —honrar al padre.
En las razones anteriores está la necesidad de que me quieran. Escribo para que me quieran.
En estos tres motivos, soy de alguna manera un sujeto. Soy pasivo. Soy puesto a escribir por otros.
Otra cosa es la necesidad de escribir para estar en contacto con realidades diferentes —radicalmente diferentes— a la realidad en que vivo.
Por otra parte, necesito escribir para convertir las cosas que me pasan en experiencia.
Y también escribo para agarrar con las dos manos desnudas el cable pelado del espíritu. Escribo para sentir esa sensación que muy pocas otras cosas me dan, la sensación de que el espíritu me llena.
Finalmente, si las primeras razones son sólo para mi placer, termino escribiendo por la necesidad de compartir mi vida con otros.
Es mejor la vida con otros.
No es una cuestión ética, sino de pura conveniencia.
Es más negocio compartir el pan.
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