En un lugar dentro de Luis, lo supiera él, lo intuyera o lo ignorara por completo, se decidió que sería para siempre fiel a los suyos. Debía emigrar, permanecer entre extraños un tiempo, tal vez un largo tiempo, años, pero al fin volvería con su gente. Cuando los encontrara sería el mismo de antes. Ellos se asombrarían de que no hubiera olvidado un solo giro de su idioma, de que llevara la ropa como todos los demás, de que su forma de pensar fuera la más típica entre ellos. Él se derretiría de orgullo. Todos los años que pasó en la tierra lejana los vivió encapsulado, no quiso enterarse de nada que no fuera indispensable para su trabajo y las cosas del cotidiano. Sacó todo lo que pudo y puso menos que lo indispensable. Su vivir fue estrictamente técnico, desprovisto de cualquier cosa más allá de la supervivencia. Se mantuvo lejos de la gente del lugar, trató de no intercambiar nada, ni afecto, ni deseos, ni planes. Nada de la pertenencia al lugar extraño lo afectó. A ningún nativo dejó entrar en su vida. No tuvo amigos, ni amada, ni familia. No permitió que el lugar lo contaminara. Quiso pasar los años allí como si hubiera atravesado el océano durmiendo. No echó raíces, extirpó cada raíz que quiso adherirse a su piel. Nada se le hizo familiar. Nadie le fue íntimo. Ningún lugar le fue propio. Allí no vivía, volvería a la vida cuando se reuniera con los suyos. En aquel lugar estaba como muerto, pero no moriría allí, sino en el lugar al que realmente pertenecía.
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