viernes, 13 de enero de 2012

Los minutos antes del final - Despedida de los talleres de cuentos 2011


Por última vez en el año, una misma hora marcaba el inicio de los dos talleres de cuentos en diferentes hogares para personas que no tenían casa, ni familia, ni amigos, ni trabajo, ni dinero. En el barrio de Coghlan Soledad, Romina y Yanina estarían en la charla previa con los hombres del hogar El Pobre de Asís. El mate pasaría de mano en mano mientras se masticarían en la conversación los talleres que se hicieron jueves tras jueves en aquel mismo patio, con las madreselvas en penumbra y el perro que parecía vigilar al grupo como un ovejero hace con el rebaño. Han sido muy bravas las tres chicas. Nunca dejaron de ir, supieron contener los embates de los hombres, que tenían la edad de sus padres y tíos, y no han temido ir solas a aquel lugar las noches de invierno en que el frío era despiadado y el barrio una boca de lobo.
Allí estarían ahora, en el último encuentro del año, despidiéndose de los escritores sin lapicera mientras que con Sebastián hacíamos lo mismo con las escritoras sin lapicera alojadas en el hogar Kaupé. En otro lugar de la enorme Buenos Aires teníamos aquel extraño cruce, las coordinadoras trabajando en el hogar de hombres y los coordinadores en el de mujeres.
A este último encuentro no llegamos, como a los anteriores, con un plan preciso para el día. Las mujeres no escribirían, como cada jueves, una historia, sino que haríamos un balance, entregaríamos los libros que nuestros amigos nos dieron para ellas y Sebastián serviría los alfajores que les había comprado. Sebastián tenía esos gestos; eran unos alfajores que se vendían como una delicia extraordinaria, un lujo que él no se daría.
Cuando llegamos, las participantes del taller estaban obedientemente sentadas alrededor de la mesa. La concentración era extrañamente alta. Sin embargo, a los pocos minutos estalló en pedazos, cuando alguien dio un grito en una de las habitaciones y vimos a los operadores correr hacia el interior. Casi todas las mujeres se quedaron mirando fijamente en dirección a la puerta de la habitación con la misma sospecha de horror y la misma incertidumbre que sentí yo —todas salvo Chela, que miraba hacia el piso con los ojos cargados de fatalidad.
Sentí el impulso de correr a hacer algo allá adentro, pero el pudor me detuvo. Pensé que ante todo lo que sucede en el hogar, nuestro sitio era el taller de cuentos. Más aportaríamos conservando nuestro centro de gravedad que jugando a los médicos o los psicólogos.
Pasados unos minutos pregunté a las mujeres si querían suspender el taller. Una de ellas dijo con voz fuerte "de ninguna manera, ellos tienen controlada la situación". Y más tarde, cuando sentí que la agitación de los operadores se empezó a apaciguar, me acerqué a la oficina de regencia y pregunté si estaban dadas las condiciones para que siguiéramos. Me contestaron lo mismo que las mujeres, de modo que continuamos. Naturalmente, el clima de los primeros minutos, el que esperábamos para el último taller, se había hecho pedazos.
Era una pena, porque el año había resultado muy bueno y todos nos merecíamos un cierre que estuviera a la altura de ello. Como fuera, no nos quedaba más que remontar el momento.
Allí estábamos, no dejaríamos que el final se nos escurriera como el agua de las manos sin hacer algo al respecto.
Fuimos recomponiendo, trabajosamente, el espíritu del taller, aunque teníamos la sensación de que en cualquier momento se quebraría. Y efectivamente, no pasó mucho antes de que Chela largara el llanto que había reprimido desde el principio. La observé, con el gesto que le deformaba penosamente la cara. Poco después ella me hizo una seña para que me acercara. Siguió haciendo la seña cuando llegué a su lado, porque quería hablarme al oído —mientras todas las demás nos observaban en silencio. Me susurró que ella entendía qué le había pasado a "la chica ahí adentro" porque cuando ella era joven muchas veces hizo lo mismo.
"Pobrecita", dijo. "Tiene muchos problemas y no tiene a nadie, como yo, que no tenía a nadie. A nadie, tenía. No tengo a nadie". Lloraba un llanto desde el fondo de su angustia, que nos inundó a todos.
Me pregunté cómo sabía qué había pasado en la habitación, pero de todos modos le creí. Sospeché o inferí que una de las chicas que no iban al taller había intentado suicidarse, allí, a unos metros, quizá en la cama de alguna de las que estaban alrededor de la mesa. Sentí que un remanso de espanto se había abierto en mí.
Entonces descubrí que no estaban en la mesa ninguna de las participantes más jóvenes, ni Johanna ni Gaby. Como sí estaba y en calma, la mamá de Johanna, temí que la chica de la que hablara Chela fuera Gaby. Gaby había estado en un solo taller, pero había suscitado fuertemente mi instinto de padre, de modo que escuchando a Chela no pude reprimir mi alarma. Me oí preguntando en voz alta "¿Dónde está Gaby?" Alguien me calmó instantáneamente, como si hubiera seguido mis pensamientos, "no, profe, está en el baño, no se preocupe, está bien. Otra chica, es". Yo, aún sin controlarme bien, ordené: "por favor vayan al baño y díganle que el taller ya comenzó". Poco segundos después aparecieron Johanna y Gaby, llenas de risitas y miradas cómplices entre ellas. "Son dos nenas", pensé. No se dieron cuenta de lo que pasó o no entienden que les compete. Las dos andan por los 20 años, pero Johanna no sabe aún escribir y Gaby tiene la madurez de una nena de ocho años.
Llevamos la reunión adelante como pudimos, hasta que llegó el momento de la entrega de los libros. Hicimos un gran esfuerzo por crear un momento único, separado de la rutina. De algún modo, el objetivo de los talleres es abrir un espacio en el que pueda brotar el significado, dentro de las sórdidas rutinas en que suelen convertirse los días de las personas que están al margen de todo. Para muchas de las personas que acaban alojadas en estos hogares la vida es un solo tiempo como un desierto, en el que nada sucede ni sucederá, y en el que se llega a tener conciencia de que la única diferencia entre estar vivo y estar muerto es seguir deambulando o haber sido enterrado por ahí.
Intenté explicar por qué tal participante se merecía este libro y tal, este otro; intenté que aplaudieran, aunque fuera que alguna me prestara atención. Tuve un poco de éxito al final, desde que anuncié que sólo quedaban dos libros. Una de las participantes es ciega y la dejé última para regalarle la suculenta cartera de cuero en la que había llevado los libros. Hice un juego; dije "ah, me quedé sin libros y aún falta darle uno a Esthercita, ¿qué podremos regalarle?" Dos dijeron espontáneamente "¡la cartera!" y todas las demás festejaron la idea, especialmente Esthercita, que recorría la cartera con las manos y se reía.
Fue un buen momento, pero aquella noche estaba signada por la disrupción, por lo que no terminó de asombrarme que Fabricia empezara a hablar a los gritos mientras lloraba. Como en muchas ocasiones, me quedé en babia, sin entender en absoluto lo que estaba sucediendo y tuve que observar al resto para captar alguna señal que me diera una pista. Encontré a Chela que amonestaba con severidad a Fabricia, "¡cómo sos de egoísta! ¡Muy mal lo tuyo!" De la otra punta de la mesa sobre la que trabajaban todas le llegó otro reto, "creí que eras una persona diferente, me defraudás, me defraudás".
Al fin comprendí que lo que afligía a Fabricia a tal punto de hacerla llorar de rabia y dolor ante todas las demás era que había esperado que la cartera fuera para ella. En cada fiesta que hicimos Fabricia llevaba puestas prendas que no conocíamos, muy vistosas, arregladas con mucho gusto y placer. Y un problema que las operadoras del hogar decían tener con ella era que acumulaba ropa sin parar hasta colmar el espacio que le asignaban, avanzar sobre el de otras alojadas y luego seguir guardando en cualquier lugar. Cierta vez me llamó aparte para pedirme que intercediera por ella porque "me quieren echar".
— ¿Por qué querrían echarte?
— No sé.
— Qué raro, Fabricia, que ni siquiera te digan por qué.
Cuando averigüé me explicaron que no había lugar para todo lo que acumulaba ("todos los días, me dijeron, sale a buscar ropa y regresa con una o dos bolsas enormes"). Le advirtieron que "acá no podés estar con tantas cosas", lo que se convirtió en sus oídos en "acá no podés estar". Al escucharla, por otro lado, yo entendía que no le faltaba razón: ¿por qué no podía tener su ropa? Que tuviera la desgracia de estar en la calle, ¿le otorgaba a quien la ayudara el derecho de decirle qué podía tener y qué no? Fabricia amaba su ropa. Su ropa quizá era la parte más importante de ella.
Todas sabían eso, por lo que entendieron automáticamente qué pasaba cuando hizo escándalo por la cartera. No dije nada, ni a Fabricia ni a quienes la amonestaron, pero más tarde me acerqué a preguntarle por qué había llorado. Me explicó que el libro que le habíamos regalado la emocionaba mucho. Entendí que tal vez decía aquello porque le daba vergüenza admitir cuánto quería la cartera, pero el relato que siguió era demasiado elaborado para ser sólo una excusa.
"Yo conocía ese libro porque mi patrona era profesora de literatura y una vez se lo dio a los alumnos para que lo estudiaran. Me habló mucho de esa novela. Me trataba muy bien. También me llevaba con ella en sus viajes, a Brasil, a todas partes. Me leía esa novela. Al final se mudó de ciudad y cuando me dijo de ir con ella mi mamá se enfermó y yo me tuve que quedar. Por mi mamá perdí el empleo y terminé en la calle. Ahora estoy acá y ustedes me traen este libro... me emociona mucho..." No pudo seguir.
En silencio, sin apartarme de ella, entendí que mi compañero Sebastián le había comprado esa novela en particular porque ella lo mencionó un día y él percibió en eso algo significativo.
Quién sabe si Fabricia la leerá, y quién sabe si la verdadera razón de su llanto era el libro o la cartelera. Lo cierto es que pasamos un rato con el asunto, vivimos el drama de Fabricia, fuera cual fuera.
Al final del taller vino a charlar conmigo uno de los operadores. Estaba algo ansioso por contarme qué había pasado en la habitación: la chica que había intentado cortarse las venas de la muñeca. Ella nunca había participado del taller, aunque cada jueves la habíamos invitado. Una tarde la encontré en un centro comercial repartiendo volantes a los transeúntes. Verla fuera del hogar aumentó su rareza. Era una chica muy linda, que se movía con una rigidez extrema, dando la impresión de que estaba a punto de perder el equilibrio. Tenía permanentemente la expresión de alguien que acaba de ver algo atroz y sus ojos sin vida y su boca, que no podía terminar de cerrar, parecían proyectar agujeros por los que uno podía caer en la locura.
"Le cambiaron la medicación", me advirtió el operador. "Antes le daban algo que la tenía muy planchada, entonces la psicóloga le dio otro remedio y se ve que lo que toma ahora la despabiló un poco y..."
Poco después lo saludé y nos despedimos de cada una de las participantes del taller hasta dos semanas después, cuando festejaríamos la Navidad. Chela me abrazó con fuerza, Esthercita nos dió besos abrazada a su cartera, le hice un chiste a Gaby, la nena, Fabricia nos saludó de lejos. El trámite fue muy rápido y accidentado porque había llegado una ambulancia y estaban atendiendo a la chica de la habitación.














Yo necesitaba hablar con Sebastián de todo aquello y una vez en la calle le pedí que camináramos un rato. Le referí la conversación con el operador.
— Te das cuenta, le dije, que cuando ganó algo de conciencia se quiso matar. O sea que mientras estaba bajo los efectos de la otra medicación estaba abajo de muerta. Matarse fue una actitud positiva para ella. Es síntoma de mejoría.
— No sé.
— ¿Qué pensás?
— Que a lo mejor no quería matarse. Quizá quería hacerse daño para que la ayudaran, para que estuvieran con ella. Cortarse las venas no es una manera muy decidida de matarse.
Admití que tenía razón y que, incluso, visto como lo veía él había algo de esperanzador en el trágico suceso: la chica había salido durante unas horas del estado de muerta en vida, fue capaz de reconocer su degradante estado, pidió que la ayudaran —como pudo— y la ayudaron.
Luego me vino la imagen del inhumano gesto de alarma en su cara de agujeros y pensé que jamás se le borraría, e inmediatamente pensé en las chiquitas, Johanna y Gaby Pensé que Gaby tendría para siempre el mismo carácter virgen, despreocupado y leve; toda su vida sería una nena de ocho años.
Le expliqué a Sebastián lo que sentía.
— Me parece una monstruosidad y me frustra, me ahoga, ver que recibieron una condena no sólo injusta, sino de un sadismo diabólico. No puedo soportar que algo las esté corrompiendo desde adentro y que no podemos hacer nada, que sólo podamos observar esa boca y esas miradas infantiles.
Sebastián no dijo nada.
Volví a decir lo mismo dándole vueltas al tema dos o tres veces, hasta que también hice silencio. Las calles oscuras me parecían habitadas por un vacío y una indiferencia que eran verdad descarnada.
Cuando Sebastián volvió a hablar, nuevamente desbarató mis pensamientos.
- Todos tenemos límites. La muerte de esas chicas, la mía, la tuya, la de las personas a las que querés, ya está en algún lugar del camino. Me extraña que hagas este planteo, vos que inventaste los talleres. Siempre pensé que eran para darle algo de significado al transcurrir de nuestras vidas, las de las mujeres y las nuestras, sobreponiéndonos a los límites que no podemos superar.
Tenía razón. Pensé que tengo mucho que aprender de él.
Entonces sacó dos alfajores del bolsillo de su saco y me convidó uno. Eran alfajores comunes. Los fuimos comiendo mientras nos acercábamos a un puente del ferrocarril. Justo cuando caminábamos por debajo, pasó un tren, como pasan los trenes, haciendo temblar el piso y estremeciéndolo todo.














Gustavo Ng
La Rancherita, Córdoba, 9 de enero de 2012

2 comentarios:

  1. Ufffff...
    Sí, yo y mis onomatopeyas.

    Me imagino los cachetes de Esthercita inflados y no paro de reír. Viste que se hinchan cuando se ríe?
    Todos, las chicas, los chicos y ustedes ya son una necesidad para mí.

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