jueves, 31 de marzo de 2016

Tocado


No me interesa analizar qué afinidades he sentido desde chico con Vonnegut y con Bergman. Son cosas dadas, como el parecido entre personas de una familia.
Me basta pensar que no pertenecen al cine, la literatura, la cultura o lo que sea que hizo de Bergman y Vonnegut estrellas.
Kurt Vonnegut, observó que ante situaciones espantosas, los chicos borran los recuerdos. Todos sabemos eso, pero Vonnegut lo dijo contando cómo sus tres sobrinos no podían recordar la época que siguió a la muerte de sus padres. La madre enfermó de cáncer y cuando estaba en el hospital en situación terminal, alguien le alcanzó el diario que habían dejado en la mesa de luz del paciente que tenía al lado y allí leyó de un accidente de auto, una de cuyas víctimas fatales era su esposo. Ella murió tres o cuatro días después. Esta manera de contar las cosas me hace mirar el tema de la represión o supresión de recuerdos de otra manera.
Ante situaciones tan críticas como la de la hermana de Vonnegut, Bergman usaba la fantasía extrema. Una fantasía que rayaba lo psicótico, porque no era propuesta como fantasía. No existían límites entre realidad y fantasía. El hecho de que se tratara de un fenómeno cinematográfico no distendía el asunto: la aparición de las fantasías sería la misma aunque no formara parte de una película.
Siempre a los humanos se les aparecen fantasmas, los que, considerados en un sentido muy amplio, podrían englobar las irrupciones fantásticas de Bergman. Luego de una disrupción aparecen personas, hechos, causalidades que no pertenecen a la realidad. Como si lo que sucediera fuera un resquebrajamiento de la cáscara que protege a la realidad de las cosas de los otros mundos que están del lado de afuera, y por las hendijas algo de esos mundos entrara en este.
Por supuesto, la escena tiene algo espeluznante. Bergman no lo soslaya en sus películas, pero qué pasa si uno, en lugar de cerrar los ojos o huir despavorido, se aguanta el terror y se queda mirando, plantado con coraje temerario o escondido cobardemente detrás de un mueble. ¿Qué vería?
Vería tal y cual cosa, pero más importante que lo que vería sería la libertad que habría ganado. Una libertad parecida a la que es consecuencia de no tener ya nada que perder. Ya se perdió lo que más se temía perder, la indemnidad de la realidad. La ilusión de que podemos estar seguros porque las cosas son como sabemos, y por tanto son predecibles. Una vez que se perdió ese refugio, en todas las direcciones hacia fuera y dentro de uno es caída libre al infinito. Todo es posible y pavoroso, y somos libres.







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