La nena sabe que necesita estudiar fuera del país. Ha
elegido, incluso, a quien deberá ser su maestro: Friedrich Gulda. ¿Cómo llegar
a él? La familia no tiene muchos recursos. El padre es un contador, la madre
una taquígrafa. El dinero alcanza para vivir, para ir al cine, para que nada
falte en la mesa, pero no para viajar a Viena. Corre el año 1954. La suerte
golpea a la puerta de la nena: el intendente de Buenos Aires, de apellido
Sabaté, la ha escuchado tocar y la admira. Le promete y le consigue una cita
con el Presidente de la República, el general Perón. La madre acompaña a la
nena. Las dos, ahora, están frente a Perón, que ese día se ve distendido y de
abierto buen humor. La nena le cae bien al general. ¿Así que ya tocaste en el Colón?
Sí, el Concierto de Schumann. Mirá vos, tan chiquita y ya tocaste en el Colón.
La madre de la nena, que se llama Juana, le sugiere al general que –de
producirse alguna ayuda económica para sus estudios– la nena podría dar un
concierto en la UES. “O donde usted lo considere adecuado.” El general sonríe
con su célebre sonrisa. “Pero no, señora. La nena está para otras cosas.” Se
inclina sobre ella y le dice: “Decime, Ñatita”. A la nena, jamás, nadie le
había dicho “ñatita”. Acaso se pregunte si es o no “ñatita” ya que sabe mirarse
al espejo y nunca advirtió poseer una nariz pequeña. Pero ahora ese señor tan
importante le ha dicho “ñatita”. “Decime, Ñatita”, le dice, “¿a dónde querés ir
vos?” La nena, ahora la Ñatita, le dice: “A Viena”. “Yo no era muy peronista
–recordará después–. Siempre andaba pegando por todas partes unos papelitos que
decían Balbín-Frondizi.” La madre sugiere que Estados Unidos es mejor. Pero la
nena insiste: a Viena. “A él le gustó que no quisiera ir a Estados Unidos”,
recordará también la nena. La madre, tal vez aún insegura, insiste con lo del
concierto en la UES. “Parece que yo debo haber puesto mala cara –recordará otra
vez la nena–. Una cara bastante reveladora de que la idea no me gustaba porque
Perón le empezó a seguir la corriente a mamá, diciéndole ‘por supuesto, señora,
vamos a organizarlo’, mientras me guiñaba un ojo y, por debajo de la mesa, me
hacía con un dedo que no. El la estaba cargando a mamá y a mí me tranquilizaba.
Se dio cuenta de que yo no quería. Fantástico, ¿no? Y le dio un trabajo a mi
papá. Lo nombró agregado económico en Viena. Y a mamá le dijo que le parecía
que ella también era muy inteligente, emprendedora y capaz y le consiguió otro
puesto en la embajada”. Esto lo escribió José Pablo Feinman en Página 12, aclarando
que tomó la anécdota, contada en primera persona por Martha Argerich, de la
Revista Clásica, No 133, Buenos Aires, 1999.
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