lunes, 29 de julio de 2024

Ahora bien, el prodigioso encuentro de Lacan y Cheng

Es la última novela de Camilo Sánchez, autor de La viuda de los Van Gogh, La Feliz y Del viento en la ventana.

Buenos Aires, capital de Argentina, se labró a sí misma como un nodo mundial del psicoanálisis llegado de Europa. Con la misma hospitalidad, se ha convertido en el escenario de la mayor fiesta de Año Nuevo Chino en América Latina. Psicoanálisis y China no parecen asuntos enlazados naturalmente. Sin embargo, se cruzaron en París, y el ensamble resultó de una fecundidad asombrosa, en parte porque el psicoanálisis estaba encarnado en el legendario Jacques Lacan, y China en el mayor intelectual de ese país que habitaba Francia, François Cheng. 

Pero empezamos hablando de Buenos Aires, ¿por qué? Porque es allí —no en París, no en Nanchang— donde Camilo Sánchez acertó en descubrir el tesoro de aquel encuentro. Estaba destinado Sánchez a revelar el acontecimiento, porque es lector histórico de Lacan, porque su afición por la cultura china parece provenirle de vidas anteriores y porque está en este mundo para escribir aquello que las angustias del cotidiano nos velan. 

Para Revista DangDai entrevistamos a Camilo Sánchez sobre Ahora bien.

— Hace mucho tiempo que quienes te conocemos sabíamos de esta novela. Llevó tiempo…

— Mi tío Carlos González, que fue pescador en alta mar, preparaba los leños y el asador en cruz dispuesto a cocinar un cochinillo para Navidad y yo que era ansioso y creía que siempre tenía algo más importante que hacer, le preguntaba cuánto nos llevaría la cocción. “Tardaremos lo que tengamos que tardar. Ni un minuto más”, me decía, y ponía manos a la obra. Igual, no deja de ser una locura. En el ensayo La Civilización de la Memoria del Pez, Pequeño Tratado sobre el de la Atención, Bruno Patino nos habla como pocos de la dispersión en estos tiempos rotos y dice que, entre los niños de doce años, la atención plena sobre una sola cosa, rara vez va más allá de los nueve segundos. Más o menos como la memoria de un pececito de color azul cobalto en una pecera. En este contexto, trabajar cuatro o cinco años en una novela, es vintage, desproporcionado, una alucinación sin mucho destino. A no ser que en el viaje se aprenda algo. Este cruce de caminos, entre el psicoanálisis y la cultura china, me convocó para que me quedara allí el tiempo que hiciera falta. Y me enseñó cosas que es lo que importa.

—¿Podés nombrar algunas de ellas?

— Lacan dice, en un momento de su enseñanza, que él no sería Lacan si no hubiera estudiado chino alguna vez. Entiendo que lo dice a la manera de que, en lo posible, solo se deben emprender aquellas cosas que te llevan al mejor puerto de uno mismo. En mi caso, este libro es más o menos eso. 

— ¿Por qué elegiste “Ahora bien” como título?

En este diálogo que se suscita entre el poeta Cheng y el doctor Lacan, que es mi manera de nombrarlos para poder convertirlos en personajes de una historia, el “Ahora bien”, que a veces utiliza en sus libros el poeta Cheng me pareció que condensaba una construcción de a dos, un pensamiento que se replica en conjunto. “Es así, pero también está esto otra posibilidad”, puede llegar a traducirse ese “Ahora bien”. También alude, eso me di cuenta más tarde, al “Ahora bien” ensoñado por tantas personas que ejercen el hecho artístico y que ven, en la fugacidad del instante, un brío, una posibilidad. Eso lo descubrí más tarde, por cierto, como suele pasar casi siempre: lo fundamental aparece sin que el autor, tan en cuestión por suerte en los últimos años, ni siquiera lo alcance a percibir.

— ¿Siempre fue ese título o barajaste otros?

Había empezado la novela con el título “La sombra china de Lacan”, que iba a ser un tributo también a un amigo, poeta y periodista, que se llevó la pandemia, Luis Gruss. Él había escrito sobre el encuentro de Cheng y Lacan en un artículo, en el dominical de un diario de Buenos Aires, allá por el año 2008. De a poco, me pareció que hablar de “sombra” para Cheng, una persona que es de todo menos sombra era excesivo y, por otro lado, ese título hacía pie también en exceso en el doctor Lacan. Ese título inicial se me deslizó entre los dedos con la tarea de escritura y de investigación. Es que se me configuró, primero levemente, y recalé muy fuerte después, en los aportes que en ese diálogo hicieron Cheng y Lacan. Y fue muy parejo. Ambos ganaron con el encuentro. Un montón de cosas ganaron, los dos lo van a reconocer con el tiempo. Con el transcurrir del libro, decía, comenzó el crecimiento de la voz de Cheng, una especie de luz agazapada que rodea su obra, un señor en calma pero dispuesto a ser puente. En “Ahora bien” intenté marcar la paridad del peso entre la palabra del poeta que entonces era ignoto y del psicoanalista ya famoso por entonces.

— ¿Qué cosas de Cheng te impactaron?

— Percibo a través de su obra una rara coherencia. Podemos leer esto, por ejemplo, en Cheng: “El mero hecho de vivir supone un cierto arte de vivir. Por ejemplo, solemos colocar flores que alegren nuestra casa, afinar el oído para escuchar el canto de un pájaro, disfrutar de un jardín de primavera o de una puesta de sol en el mar. Todo eso está bien. Sin embargo, si deseamos ir más allá de los lugares comunes, ir más allá de las costumbres de reservar la belleza para algunos momentos privilegiados, tenemos que aprender a habitar poéticamente la tierra, tal como lo propuso el poeta Hörderlin.” Los que son de verdad, parece que siempre están hablando de lo mismo, ¿no?

— ¿Creció entonces la figura de Cheng mientras investigabas y escribías?

De hecho, el libro tiene algo de tributo a ese poeta y traductor que padece el desarraigo y se construye una nueva vida en Francia. Toda su familia, escapada por el hambre tras la invasión japonesa a China, sigue viaje hacia los Estados Unidos, pero Cheng escucha en las calles la música de la lengua francesa en un poema de Rilke en ese idioma y, con sólo 19 años, decide quedarse en París. 

— ¿Cómo surge tu acercamiento personal a la cultura china?

— Hasta por ahí nomás personal. A esta altura de mi vida y de mis libros, la trama de lo ficticio y lo real se han vuelto territorios difusos. Algo es seguro: hay cosas que se tejen más allá de uno. Una profesora querida, asesinada por la Triple A en 1975, poco antes del golpe de estado de 1976, escribió en un pizarrón de un aula de un colegio salesiano del puerto de Mar del Plata, poco antes de su partida, un poema de Wang Tsi que se titula “El Té” y dice: “Acércate el cuenco a los labios / estás en el paraíso.” En ese colegio, donde Dios estaba tan lejos y metía tanto miedo, ese poema encendió una brasa desconocida. Al tiempo, ya en Buenos Aires, conseguí una traducción -una traducción de una traducción, como pasaba entonces que nadie sabía chino de primera mano- de Alvaro Yunque, un personaje que merece que alguien realice un ensayo sobre su obra. Era una antología de Poesía China, una tapa aurinegra, con los colores de Peñarol de Montevideo. Ahí había poemas que me impactaron de Li Bai, que entonces se escribía Li Po. Ese libro fue un viaje inaudito para un muchacho casi analfabeto. A Li Bai le llegué a escribir, con osadía, a mis veinte años, un poema borroso y apresurado, sin edición. Narraba allí la muerte mítica de Li Bai de quien se dice que se arrojó en aguas del Rio Amarillo para abrazar la luna llena. Nadie sabe si es cierto. Li Bai le había cantado muchas odas al vino y pudo haberle ocurrido eso o acaso esa muerte, narrada de esa manera, fue un invento de alguien que lo amaba. Pero hay una clave en el relato de esa muerte que acaso sea una fábula que es significativa para la manera de entender la cultura de los chinos, ¿no?

— ¿Cómo sería?

— El primer poema que leí chino, dijimos, fue el de Wang Tsi. Para mi perplejidad, en los ochenta, conocí una especie de mito porteño, un sanador y maestro de tai chi que vivía en una casa muy sofisticada -con una huerta en la terraza y un palomar en los fondos- que se llamaba casi como el poeta, Wang Tsing. Una g de diferencia. Alguna vez Wang Tsing apareció en la revista Dang Dai. Entre él y otro pintor de leyenda, Lo Yuao, me enseñaron montones de cosas. Con ellos entendí, como ya dije alguna vez, que no se trataría solo, en cuestiones artísticas, de responder a una especie de canon postulado por tantas tradiciones: un texto, un cuadro, una música capaz de animar alientos armónicos. Lo que no es poco. Lo que es muchísimo. Pero eso no alcanza para la tradición china. El hecho artístico, según propone Teng Ch’un tiene un solo adagio o compromiso posible: transmitir el misterio del espíritu.

— ¿No suena eso un poco religioso?

— Espíritu en el castellano nuestro es una palabra colonizada por las religiones o la new age. Somos muchos los que entendemos -alcancé a comprenderlo, creo, mientras editaba el libro La intimidad de las islas de Gustavo Ng- que una acepción posible de Espíritu, en nuestra lengua cotidiana, puede ser la palabra Intimidad, más acorde con nuestra percepción. 

— La vieja concepción china del arte como ejercicio sagrado…

— Es que tiene una lógica rigurosa que, para un chino no religioso, que son la gran mayoría de los 1.400 millones de chinos, las obras legadas por sus antepasados como Lao Zi, Shitao o Mengzi, que tienen miles de años de garantía, tengan el peso de lo sagrado. El enorme aventón que significó para mi tarea que fueran esos tres autores, que había frecuentado por mi cuenta, a los ponchazos, sin rigurosidad, por puro gusto, los mismos que eligiera el doctor Lacan para indagar en la cultura china de primera mano con el poeta Cheng, una tarde de 1969 en París, es algo de lo que no soy del todo responsable. 


FRAGMENTOS

Principio y fin: tributos a Francois Cheng

En la deriva, el prólogo 

se convierte en un tributo

Solo la ficción parece ser capaz de trascender el crudo acontecimiento, solía decir Edmond Jabès. 

Es notable escuchar a un poeta de su talla insistir con tanta vehemencia en favor de la ficción.

Edmond Jabès sabía lo que estaba haciendo cuando se escudaba detrás de otros nombres, rabinos que inventaba, puro cuento, en sus mejores poemas. 

Solo la ficción es capaz de recobrar un acontecimiento en sus repercusiones más íntimas, argumentaba en uno de sus libros de entrevistas, Del Desierto al Libro.

En sintonía con Edmond Jabès, a quien secretamente admiraba entre sus poetas preferidos, el doctor Lacan discutía y mostraba su enojo con Sigmund Freud.

Como si no pudiera ver en la verdad, que es su pasión, la estructura de ficción que está en su origen, le recriminaba, como si lo tuviera delante suyo, en alguno de sus seminarios de los miércoles.

Es siempre más o menos así. Con mayor o menor pericia se narra, como en un sueño, algo que pudo haber sucedido.

Mi abuela Rosalía Martín me mandaba de niño a llamar a mi abuelo, Clemente Román, que dormía la siesta en los fondos de la casa. 

Mi abuelo reposaba cerca del gallinero y el paredón de ladrillos sin revocar, bajo un árbol de ramas que caían como una fina lluvia. Después supe que era un sauce.

-Andá a recordar a tu abuelo- me decía.

Me pedía que lo fuera a recordar, que lo trajera del sueño. Acaso escribí este libro, casi sesenta años después, para tratar de entender por qué, en el castellano antiguo, recordar y despertar eran la misma cosa.

Uno de los personajes centrales de esta historia, François Cheng, vive aún en París. Cuando aparece, poeta mayor, soberano de mil batallas, lo hace bajo un soplo luminoso.

A los 94 años, en su libro más reciente, escribe sobre el destello final del alma y deja sobre la mesa preguntas de alta perplejidad, y siempre tiene a mano alguna frase de las que tocan el cuerpo con la leve descarga de una brisa.

Es aquí donde el prólogo se convierte, de alguna manera, en homenaje. Esta tarea está dedicada a ese poeta que escribe en una lengua francesa susurrante lo que rescata de la antigua lengua china. 

A François Cheng, entonces, este libro porque usted ha podido cruzar, hacia un lado y hacia el otro, los enigmas que flotan en las grandes aguas.


A manera de un epílogo 

que cuenta finalmente 

el inicio de la historia

En estos tiempos de miserias omnipresentes, de ciegas violencias, de catástrofes naturales o ecológicas, podría parecer que hablar de la belleza es incongruente, inconveniente, provocador, casi un escándalo, decía el maestro Cheng.

Fue el 5 de noviembre del 2010, en la sala mayor del Collége des Bernardins.

Estaba allí el poeta Cheng para hablar de la belleza.

Con un mínimo esfuerzo puedo verlo de nuevo: la figura inclinada de Cheng levemente hacia adelante, el saco oscuro, el jopo legendario, las palmas abiertas como buscando envolver, cada frase, en una vibración distinta.

No bajaba la vista de sus alrededores. 

La belleza se sitúa en el otro extremo de una realidad a la que debemos hacer frente, dijo, en algún momento el maestro Cheng.

Se lo escuchaba muy bien desde la fila doce, pese a un hombre canoso y reconcentrado que respiraba con inquietud en una butaca próxima.

La belleza es una forma de la bondad, dijo, y la mirada de Cheng sobre todo, que iba y venía de la platea, por encima de los anteojos de lectura, calibrando el clima de la audiencia.

Recuerdo perfectamente cuando dijo:

-Todos hemos experimentado la belleza.

-Todos -dijo la voz de Cheng- compartimos impresiones comunes sobre la belleza: un cielo estrellado o un paisaje grandioso con un lago en el centro.

En el tono de quien se demora en cada palabra. 

Pero -hizo una pausa, como una advertencia – lo cierto es que también encontramos la belleza en lo pequeño: una hierba insignificante rozada por la brisa o el vuelo de un pájaro entre nubes.

La frase pareció tocarme.

Miré por encima de la voz de Cheng, como buscando aire. 

Y mientras recalaba en lo que transmitían las palabras de Cheng, esa sensación de que la belleza rondaba en lo más cercano, pude verla. 

Recortada contra un panel celeste, que iluminaba la sala: allí aleteaba con cierta furia, en el aire, una polilla mínima sin nombre.

Sola, de espaldas al fraseo hipnótico de François Cheng, el pequeño insecto volaba, cerca de las palabras, brillaba como en un sueño.

Buenos Aires, marzo de 2023


Camilo Sánchez

Nació en Mar del Plata en 1958, y ejerció el periodismo en medios gráficos durante casi 40 años. En 1986 fue autor, junto a Néstor Restivo, del libro Haroldo Conti con vida, reeditado en 2002 y 2016. Su novela La viuda de los Van Gogh (Edhasa, 2012) se publicó en Argentina, México, España, Alemania, Italia y Francia. En 2014 su trilogía poética Del viento en la ventana fue finalista del concurso Olga Orozco, con un jurado integrado por Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Antonio Gamoneda y Jorge Boccanera. En 2018 presenta su segunda novela, La Feliz (Edhasa). Desde 2008 integra el grupo de psicoanálisis La aldea que coordina Beatriz Taber. En Buenos Aires conduce actualmente el sello editorial independiente El Bien Del Sauce.


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