Ayer el Parador Retiro abrió las puertas muy temprano, a las
15, para que los muchachos pudieran ver adentro el partido entre Argentina y
Holanda por el Mundial de Brasil.
Se ha hecho algo así como una comunidad. Se toma mate en
las mesas. Una comunidad provisoria. Como la que he visto en las
peregrinaciones masivas.
Pero ni los peregrinos ni nadie tiene tan claro como en el
Parador que andamos por acá sueltos un tiempo. Después devolvemos el uniforme.
Vi en partido donde debía estar, pero me duele haberme
perdido el partido en el Parador Retiro. ¿Sabrán Messi, Gago y Zavaleta, esos
chiquilines, que también hacen sentido para estos hombres, que podrían ser sus
padres y a quienes les falta tanto el sentido?
“¿Qué hacés, Masche?”, le decían a Juani, que de verdad se
parece a Mascherano, el as de la selección argentina. Hoy por la Biblioteca de
Retiro jugamos Mayra en la delantera, Juani en el mediocampo y yo al arco.
Gabriel trabaja acá. Dura expresión, trato seco,
concentración impecable. Está en todo. Nos viene estudiando. Hoy se acercó y nos
dio cinco libros de historia de la Colección Anteojito. “Los dejó un beneficiario”,
dijo, como justificándose. Un minuto antes un señor de anteojos había pedido
algo de historia. Lo llamo de lejos, viene, sonríe con la oferta de Gabriel, se
lleva el tomo: Roma.
“Tomá, ya lo leí”, le dice un tipo a Mayra, devolviéndole Cielo de Coghlan. Son las ocho y veinte;
se lo había llevado a las siete, cuando llegamos. Me dice que le gustó, que
habla de todo lo que hubo y lo que hay en Coghlan, y que él conoce todo porque
es de ahí. Es el libro que me dio Fernando esta mañana.
Vuelve el brasileño. Deja La Metamorfosis y se lleva Entre
lágrimas y risas, de Lin Yutang. Sigue mis recomendaciones. Le cuento que
lo había compartido una chica china. Me dice "bien" con el pulgar para arriba.
Antes ya había leído San Manuel Bruno,
de Miguel de Unamuno, y Venganza, de
Salman Rushdie.
No reconozco al tipo que se había llevado El hundimiento del Belgrano. Tiene la
cara hinchada a golpes y grandes raspones en la nariz, la frente y los pómulos.
“¿Vos estuviste en el Belgrano?”. “No, te conté que era mi papá quien había
estado” —entonces lo recuerdo. Le falta mucho asearse y es asombrosamente
educado. Me dice que el libro es muy bueno, “la historia del hundimiento del
crucero contada por dos almirantes ingleses, como una contratara del Informe
Rattenbach”. Cuando se va, saluda atentamente a todos.
El coordinador del lugar viene a charlar. Observa que aún no
está el mueble para guardar los libros. Al rato propone construir, hasta que venga el mueble, una jaula con
elásticos de camas que hay en desuso. Le agradecemos, contentos. Averiguaremos
cómo va la construcción del armario en la Fundación Senderos.
Un peruano mayor y un peruano menor charlan delante de
Mayra. Mayra sonríe. Conozco al peruano mayor, es un tipo que ha leído por lo
menos un tercio de los libros que llevamos, incluidas las Obras Completas de Anatole France. Es simpático, divertido, se ríe
fácilmente. Está representando una escena con maestría: hace como que tiene
vergüenza de preguntarle algo a Mayra. El peruano menor intenta convencerlo,
“¡háblale, pues, ¿qué te va a decir?!”, implica a Mayra “¿no es cierto que hay
libertad aquí, que no te faltará el respeto si te pregunta sobre un libro?”
Mayra dice que por supuesto puede preguntarle lo que quiera, y el menor: “es
que dice que no se atreve a preguntarte si tienen libro que le sirvan para
enamorar a una señorita que él quiere enamorar”. El mayor intenta callarlo y luego se
ríe, el menor se ríe, Mayra se ríe.
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