Hace unos días escuché una sirena, o una especie de sirena,
que sonaba regularmente desde una ventana del edificio donde vivo, dos o tres
pisos más abajo. No era como la alarma de un auto, que empieza a sonar y vuelve
loco a todo el mundo hasta que la callan. Esta sirena sólo sonaba en algunas
horas del día, más regularmente de noche y a media mañana.
Como soy medio sordo, me pregunté si haría muchos días, o
semanas, que estaba sonando. Me puse a escuchar con atención tratando de
descubrir de dónde venía, y básicamente qué era aquel sonido. La frecuencia de
cada emisión a veces enganchaba una regularidad, pero estaba llena de
discontinuidades. No era algo mecánico. Sonaba desde una ventana y rebotaba en
un patiecito en la planta baja. Cada sonido era igual al anterior, y sin
embargo no era del todo exacto. Creí escuchar que algunos se alargaban un poco.
Comencé a dudar si era una máquina. Los sonidos eran de algún modo subjetivos y
quizás tenían una función. Quizás eran llamados. Se me ocurrió que podía ser un
pájaro. Me crié un poco en el campo, anduve mucho por las islas del delta del
Paraná frente a San Nicolás, conozco la Naturaleza. Poco a poco me fue entrando
la certeza de que aquello era una voz. Posiblemente la voz de un pájaro. Un
canto parecido a un clamor. Muchos pájaros producen algo que los humanos
escuchan como un lamento. Claro que en la ciudad, donde la contaminación de
ruidos es insoportable y uno acaba necesitando el silencio, la irrupción de este
gemido penetrante en mi departamento no me entristecía ni estremecía a la
noche, como han cantado algunos folcloristas en sus zambas, sino que me impacientaba,
como irritan las alarmas. O también como exaspera la insistente mirada de un
animal que se para al lado nuestro y nos mira pidiéndonos comida. Aún así
intenté distinguir qué pájaro sería aquel. Fui recordando aves y pájaros
remotos en mi memoria, pero no conseguía acertar con ninguno que cantara igual
a este. Quizás era un ave exótica. Quizás.
Sin embargo, de tanto prestarle atención me nació la
sospecha de que fuera otra cosa. Había en el sonido una calidad profunda que
las aves nunca consiguen. Varios días después llegué a la conclusión final: era
un perro. Era obvio. Tendría que haberlo pensado antes. Un cachorrito. Lo
escuché de nuevo y ya no me cupieron dudas. Lloraba a la mañana, cuando la
dueña o los dueños se iban a trabajar, y lloraba a la noche cuando le cerraban
la puerta del dormitorio. Lloraba con la porfía de los cachorros que quieren a
su mamá; ese dolor y esa urgencia de amor de un cachorro ofuscan de la manera
que yo estaba ofuscado al rato de escucharlo.
Con los días empecé a cansarme verdaderamente. Los aullidos
lastimeros me perturbaban la concentración, me arruinaban el momento, me
impedían estudiar y me impedían trabajar. No estaba bien aquello. Que unas
personas quisieran tener una mascota en un departamento, es cosa de ellos, pero
que esa mascota moleste a los vecinos al punto de impedirles trabajar, era algo
que pasaba a mayores. Aguanté un poco más, con la esperanza de que la costumbre
aplacara a aquel cachorro, se conformaría a la soledad y dejaría de emitir sus
insoportables llantos.
Pero no. El cachorrito lloraba y lloraba con su canto y yo
me molestaba cada vez más. Llamé al administrador del edificio, le expliqué la
situación, dijo que se encargaría —pero el administrador siempre dice que se
encargará y sé que luego aplica mi táctica de dejar que el tiempo arregle las
cosas.
Comencé a desesperarme. Bajé hasta el tercer piso y allí fui
tocando el timbre de cada departamento. En la mayoría no me atendieron. En el
303 una viejita me dijo que también escuchaba, pero que no sabía qué era, y que
ella también pensaba en hablar con el administrador.
Finalmente, parado frente a la puerta del departamento 211
escuché el aullido provenir de su interior. Cuando toqué el timbre, calló. Me
dispuse a hablar con los dueños, el dueño, la dueña del cachorro. Pero nadie
apareció. Ni la primera, ni la segunda ni la tercera vez que toqué el timbre.
Entonces me quedé en silencio, y luego de un rato, volvió a sonar el lamento.
El cachorro no estaba cerca de la puerta. Seguía dirigiendo su llanto hacia
fuera de la ventana que daba al patiecito.
Llamé al administrador para informarle que el animal estaba
dentro del 211 y nuevamente me dijo que se ocuparía. Pero también me dijo que
en ese departamento no había ningún animal. Le pedí por favor que hiciera lo
que tenía que hacer, porque si no yo recurriría a otras instancias. Dijo que
bueno, que se ocuparía.
Por supuesto, el lamento siguió.
Un domingo de invierno a la tarde llegué a mi edificio
cuando anochecía. El frío era muy cruel. Yo había pasado un rato largo
acompañando una amiga en el cementerio de Flores, que está muy lejos. Viajé de
regreso solo, envuelto en pensamientos sórdidos. Cuando estaba por entrar al
edificio vi que llegaba la señora que siempre lleva en su silla de ruedas al
adolescente discapacitado. Pareciera que tiene parálisis cerebral, o algo así.
Revolea los ojos y se babea. Como me da algo de horror, no puedo hablarle ni tocarlo,
pero en el fondo siento algo como el rumor de un cariño, y entonces me permito
mirarlo. A veces cuando la señora le acaricia la cara, sonríe. Tiene la piel de
un color oliva muy lindo y tiene unas pestañas renegridas y largas. Pese a su
pobre condición, es un chico extrañamente hermoso.
Les retuve la puerta, la señora agradeció con una sonrisa
circunspecta y fuimos los tres a esperar el ascensor.
Fue entonces, en el hall frío como una bóveda del
cementerio, en la penumbra muerta de un domingo de invierno, que el chico largó
su aullido de pena infinita al lado mío. Fue escalofriante. La mamá lo retó,
pero a mí el sonido, que aún retumbaba en las paredes, me había entrado dentro
de los huesos.
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