Cuando llegamos había en los tres televisores del comedor un
partido del Mundial de Fútbol. En los hogares de Argentina las familias comen
delante del televisor; aquí se han provisto televisores enormes para repetir la
escena. Quizás nadie haya pensado en la conveniencia de la replicación, tal vez
surgió naturalmente, de la forma en que realmente se transmiten las
tradiciones.
En una época escandalizaba que la televisión matara la
lectura, pero algunos entendieron que había un momento para la televisión y
otro para los libros. Aún con el partido en sus minutos más candentes (el
equipo que perdía quedaba eliminado), la fe nos hizo distribuir los libros
sobre la mesa, e inmediatamente volvió a producirse el milagro del tumulto.
Una vez que Umberto Eco dio una conferencia en el Centro
Cultural San Martín, la cola para entrar se extendía por tres cuadras. Aquí,
entre estos hombres que tienen la vida destartalada, casi todos afuera, muchos por
dentro, ocurre la misma avidez por la palabra, el pensamiento, el espíritu.
Replicación también de los sustantivos abstractos.
Soy cronista, no quiero perder detalle de lo que pasa para
contárselo a otras personas, cuya realidad está muy lejos de la de este
Parador.
Ya llegaré a la sutileza de captar los significados fundamentales,
imperceptibles a primera vista; por ahora sólo registro las notas más obvias,
las destacadas: me llama la atención un joven alemán, aparecen un brasileño que
dice que le gusta “lo bueno, nada más” y se lleva algo de Kafka, y el hombre
que vuelve a pedir libros de segundo año de Medicina —y le encontramos un La vida de un cirujano, que se lleva con
una sonrisa de satisfacción. Hay gran cantidad de devoluciones. Un tipo
despotrica contra los demás alojados: “acá son animales, ninguno sabe leer”, y
explica que no se lleva ningún libro porque su hijo es encargado de una
biblioteca y allí él lee todo lo que quiere. Se nos acerca alguien y busca
trabar amistad bromeando, luego un pibe que dice dar clases de apoyo, un petizo
que cuenta que él no se va a las 8 sino a las 4 de la mañana, porque trabaja de
changarín en el Mercado Central, el hombre de los ojos enrojecidos que se lleva
un libro sobre la vida de un santo y al rato regresa a preguntarme al oído si
tengo un trabajo para él. Quiero contar del chico alto, que pregunta si
“consiguieron un diccionario inglés-español”, le digo que no, pero mi
compañero, que le pone a la biblioteca una onda imbatible, le ofrece, en
cambio, un libro de cuentos de Charles Dickens, que está en español y en
inglés. El chico se lo lleva contento y un par de horas más tarde, cuando casi
todos han pasado al pabellón de las camas, lo veo solo en una mesa, leyendo y
cada tanto escribiendo algo. Me llego hasta él. Ha estado anotando una lista de
palabras en inglés y el significado en español de cada una. Me cuenta que
descubrió el significado de las palabras comparando los textos.
—
En la escuela me iba muy mal en todas las
materias, menos en inglés.
—
¿De dónde sos?
—
De Salta, señor. Y ya sigo viaje. Mañana me voy
a Trelew. Ya tengo trabajo allá.
—
¿Vas a estudiar inglés?
—
Sí. Quiero estudiar para guía de turismo, y el
inglés me sirve.
Si no se fuera mañana, le traería mi diccionario de inglés
español —lo traeré, de todos modos.
Nuestra compañera ha quedado sola con los libros; veo que el
otro voluntario también anda por las mesas. Me contará que buscaba al tipo que
la semana pasada pidió la Biblia con tanta insistencia y Ángeles, como si
hubiera oído sus ruegos, mandó un ejemplar, magnífico, con una lupa además,
porque el pedido era “que tenga letras grandes, así puedo leerla”.
Ahora nos quedamos con la Biblia, buscando su lector.
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