Nunca sé cuándo empieza el verano, el invierno ni la
primavera —y eso que la primavera tiene su marketing. Me entero que ya empezó,
o lo escucho o lo veo en el almanaque, pero no son señales de la Naturaleza a
la que pertenecen las estaciones. No son indicios reales.
En cambio, el Otoño, personaje triste, digno, mustio y
solemne, siempre se me presenta con formalidad. Como si tocaran el timbre (“¿quién
será, a esta hora, hoy? No espero a nadie…”) y allí estuviera él, muy parado,
frontal y taciturno. “Buenos días, vengo a presentarme: soy el Otoño. Usted ha
conocido a mis predecesores. Vengo a quedarme un tiempo. Pese a mi carácter
melancólico, espero que pueda darle algunos buenos momentos”.
Muchos otoños se han presentado con una tormenta. Empiezan
las tormentas locas al final del verano, hasta que algunas empiezan a madurar y
amagan con dejar el frío, pero no, al agua y a un fresco pasajero sigue un
calor que tiene todo lo peor del calor malo del verano: pesado, bruto, húmedo,
incesante. Y cuando uno ya piensa que así será todo el año, entonces viene otra
tormenta, una más, que quizás dura un más que las anteriores, y con un frío
interior que se acomoda, se instala, y cuando pasa la tormenta, ya queda,
naturalmente, como si siempre hubiese existido.
Me gusta mucho la llegada del otoño. Nos hemos hecho amigos.
La verdad es que sí espero el momento en que me toque el timbre. Este año se ha
presentado no con una tormenta, sino con este viento pampero impetuoso que llegó
con puntualidad autoritaria para limpiar todo. Y a nadie le han quedado dudas de
que llegó.
Quisiera que me quedaran muchísimos otoños. Quizás no me
queden tantos. Quizás pueda calcular cuántos —prefiero no hacerlo. Seguramente
pueda contarlos.
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