jueves, 21 de diciembre de 2017

Lectores


El ministro de cultura de Rusia, Vladimir Rostislavovich Medinsky, expuso en una cena que su tío bisabuelo Yury Nikolaevich Tynyanov llevó a cabo en 1922 una simple encuesta entre sus amigos escritores.
Sólo incluyó una pregunta: ¿Usted para quién escribe?

No reveló la identidad de los encuestados, pero reportó las repuestas.
Para nadie, dijo uno.
Más nihilistas, tres (dos hombres y una mujer): no me importa.
En el otro extremo, el de la ternura, una cantidad dijo: para mi persona amada.
Apuntando entre el corazón y la estructura, tuvo también recurrencia: para mi madre.
Ya apuntando al cenit, hacia el mundo del símbolo y la existencia, cuatro contestaron: para mi Padre.
En la misma dirección pero menos trágico, más lírico y naturalista, un poeta llegado de Siberia dijo: para los dioses.
Otro, más humano: para mis antepasados.
Un escritor intelectual confesó que había analizado el tema, y lo había escrito, precisó: para una platea. Incluso detalló quiénes estaban en la primera fila y quiénes en otras.
Otra fue más lejos. También había analizado qué le sucedía cuando escribía y meditado largamente en ello hasta hallar que escribía “para personas que tienen la misma entidad que las personas del sueño. En algún momento, durante el sueño o después, se tiene la certeza de quiénes son, pero sus identidades pueden ser cambiantes o no corresponder la persona que percibimos en el sueño con la de la vigilia”.

Las dos primeras respuestas, consignadas aquí, no respetaron la pregunta en cuanto al lector, pero todas, salvo una,  aceptaron al autor.
La excepción fue un anciano, “conocido por su mente díscola”, quien cuestionó al autor. “¿Quién soy yo para decir para quién escribo? Soy quien escribo, pero no asumo que sea el autor. No tengo idea de quién lo es, o de quiénes son, y mucho menos idea tengo de quiénes son sus destinatarios”.




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