Cuándo apareció la posibilidad de un viaje a China, lo primero que pensó mi mente fue: “deberé hacer al llegar una larga cuarentena. Sería una oportunidad inmejorable para leer un libro de Mario Levrero“.
Desde un lugar aún más profundo de mi inconciente vino esta otra frase: “al fin podría estar, de alguna manera, con Tatiana“.
Tatiana me presentó a Mario Levrero y fue el escritor que más disfrutamos juntos. Hace mucho nos separamos, Tatiana finalmente se casó con alguien indicado, pero yo sigo enamorado de ella.
Le conté a Tatiana el pensamiento que había tenido y muy amablemente me prestó “Irrupciones“ de Mario Levrero.
Cuándo estábamos con mis colegas Horacio y Tommy por abordar el avión, tranquilos finalmente porque ya teníamos el Código Verde de la autoridad sanitaria china, aliviados con un alivio enorme porque nos habíamos sacado de encima un peso como una ballena, nos dijeron que no podíamos abordar. No estaban en orden nuestros certificados de Test PCR que demostraban que no estábamos infectados del maldito virus COVID-19.
Reclamamos airadamente. No dijeron que faltaba un sello, que no habían pasado la cantidad de horas necesarias entre los tests, y sobretodo nos dijeron muchas cosas que no comprendíamos, entre cinco palabras en turco cada una en inglés, una perdida en español y gritos, gritos, gritos.
Fuimos respondiendo con alaridos sin saber en qué idioma, argumentos desesperados, uno de nosotros llamando a la Embajada China en Argentina, otro dirigiéndose personalmente a empleados de esa embajada que estaban en la fila, los que en vez de solucionarnos nos daban opciones disparatadas, todo en una confusión escandalosa. Vi a Horacio rojo como una frutilla muy madura, a Tommy haciendo gestos con sus interminables brazos de basquetbolista, agitando en una mano su cámara Go Pro que grababa todo el episodio.
Mi fatalidad interior me decía “te lo advertí, te lo advertí, no viajarias, empezá a pensar en el ferry que va de Estambul a la isla de Mykonos“.
Ya nos había puesto nerviosos, muy nerviosos, ver cómo revisaban a algunos pasajeros adelante de todo el mundo, sacando todo lo que tenían en sus bolsos y disponiéndolo sobre una mesa, pasando un algodón por la superficie de algunos objetos y testeándolo en una máquina, haciendo sacarse los zapatos y revisando su interior y pidiendo a los pasajeros que encendieron su computadora y estudiando algo de su contenido.
Pensé: “la disciplina que exige China es opresiva“.
Cuando finalmente nos tocó el turno y no aceptaron el dichoso Código Verde aprobado por China, estallamos.
En la fila había algunos chinos vestidos de astronauta, con los enterizo blancos de pie a cabeza, máscaras de plástico y doble barbijo. Le comenté a Horacio que posiblemente la compañía para la que viajaban les obligaba a usar esos trajes.
- Puede ser que no -me dijo-. Puede ser una decisión personal.
- ¿A tanto llega el disciplinamiento?
- ¿Vos querés decir obediencia?
- Si, interiorización de los mandatos.
- No es lo mismo disciplina que obediencia. Pueden tener una disciplina por decisión propia, sin necesidad de autoridad. Creo que en todo caso, es una obediencia muy activa.
Tommy intervino:
- Estás considerando que resisten las órdenes. ¿Por qué? Tu pensamiento es típicamente occidental. Nosotros nos resistimos, ellos quieren que las autoridades los ordenen, porque las autoridades hace mucho les vienen haciendo la vida mejor. O más aún, porque la rebeldía contra la autoridad no está en la lista de sus reacciones.
Cuando hicimos la batahola de protesta porque no nos dejaban embarcar, los chinos nos observaban en silencio. Me pregunté cómo reaccionarían si les sucediera lo mismo que a nosotros. Concluí que no tendrían nada de obedientes ciegos. Pensé que el hecho de que se sometan activamente a una disciplina aún opresiva, tenía límites. Unos límites mucho más lejanos que los nuestros, quizás, pero que explican la Revolución de Mao.
Los empleados de la compañía con quienes nos peleábamos hicieron llamados en el medio del batifondo, y entonces, al final, nos dieron el OK.
Temí por Horacio, que ya había pasado del color de la frutilla madura al de una mora a punto de reventar.
Luego de la tensión tremenda, una vez en mi asiento, junto a un chico vestido de astronauta, respiré profundamente, abrí “Irrupciones” y me puse a leerlo.
Por primera vez.
Al fin.
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