Esto es lo que más me gusta de un aeropuerto y muy pocos lo
tienen: una sala para ver bajar y subir los aviones.
Que esos monumentos de metal y plástico se eleven hasta el
cielo y lleguen desde más allá de las nubes y aterricen a 300 kilómetros por
hora sin hacerse albóndiga es un milagro formidable que han logrado los
insectos humanos. Es uno de los mayores espectáculos de esta decadente, cruel y
mugrienta civilización. No entiendo que no seamos multitud quienes queremos
asistir al portentoso espectáculo de cada despegue y cada aterrizaje. En el
aeroparque Jorge Newbery sólo hay algunas familias que lo hacen, unas familias
muy argentinas y modestas, con mate y chiquitos, en reposeras para la playa, con
bizcochitos de grasa, en cueros los hombres y con una radio haciendo picnic
ilegal sobre la vereda, obligados a ocupar el espacio público. Nada costaría
hacer una confitería con terraza en los márgenes del aeroparque, o en los terrenos
sobre el río que está cerca, un parque con gradería o sillones bkf de cemento
sobre el césped.
Sólo he visto este mirador en el aeropuerto de Bariloche y
en la T5 de Heathrow —y los dos son restringidos, de todos modos, a los
pasajeros.