viernes, 11 de enero de 2019

Entre Barrancas de Belgrano y Santa y Fe y Canning



En los días que llegué a Buenos Aires para estudiar, una noche me enamoré de una chica iba en el colectivo.
Era divina.
Le quería decir lo que me pasaba porque nunca más la vería, pero era obvio que me iba a rebotar, encima delante de la gente que iba en el colectivo, que por un lado hacen como que cada uno va en la suya, porque nadie eligió estar con la gente que estaba allí, pero que como nadie tiene nada que hacer, y además todos bastante chusmos, si alguien hace algo todos le prestan mucha atención, con bastante predisposición a la reprobación o a la burla.
Si la chica me desairaba ante ese público, nunca me recuperaría del bochorno.
Entonces le escribí una carta de amor —entre Barrancas de Belgrano y Santa y Fe y Canning.
Era una carta buenísima, escrita desespradamemnte, con el corazón en la boca, acongojado por lo mucho que me gustaba y lo absolutamente imposible que sería volver a verla, con esa sensación de que algo mágico se posó en tu mano y luego se escapa sin que puedas retenerlo.
Una carta escrita a alguien que estaba mirando, y no a cualquiera, sino a un hada, a una criatura perfecta. Escribía “vos”, “vos”, “vos” y ella estaba ahí, a un metro y medio.
Una carta que seguramente ella arrojaría a la basura sin leer, o habiéndola leído; la tiraría y la olvidaría en el instante, ni siquiera la guardaría.
Pero ¿y si no? ¿Si le sucediera algo?
¿Si mi corazón tan intenso como el de un dios en medio de la batalla llegara a tocar su interés y ella sintiera una pequeña curiosidad, el dejo de un gusto que le hiciera sonreir?
¿Y si aquella carta, valerosa, honesta y vívida, era el principìo de una aventura gloriosa?
Cuando la terminé hice un movimiento para levantarme y dársela. Pero entonces noté que tres personas me observaban de reojo. Me detuve en seco: la chica podría desairarme de la misma forma que lo haría si le hablaba.
Eso me puso en jaque. Era consciente de que la sangre había concurrido en masa a mi rostro. Me quedé un rato mirando para afuera por la ventanilla, como si el paísaje me interesara.
Mi angustia era un cangrejo cruel. Miles de cangrejos.
Pensé en una solución: le escribí nerviosamente mi dirección y mi teléfono. Claro que sabía que si era difícil que la chica hiciera algo diferente a arrojar la carta a la basura, mucho más difícil era que me mandara una carta o me llamara, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Mi desasosiego era absoluto. Sólo podía esperar a que se bajara y entonces darle raudamente la carta, o arrojársela al regazo cuando me bajara yo.
Claro que podía hacer un millón de otras cosas. Podía bajarme con ella. Podía darle la carta y pasar vergüenza. Podía hablarle y hacer el ridículo.
A lo mejor lo que me gustaba era la electricidad  insoportable de aquel momento.




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