lunes, 23 de diciembre de 2019

Navidad 2019

Las fiestas de Navidad y Año Nuevo aguantan como aguantan los diarios. Empiezan a tener un tufillo a supervivencias. Claro que hay supervivencias para siempre, como el traje y la corbata, el racismo o la propiedad privada. 
Las fiestas de fin de año sobreviven en retirada, porque está en retirada la familia, la producción de hijos y de parejas.
Estas fiestas podrían simplemente desaparecer, y posiblemente esto le esté sucediendo a muchas personas. Pero parece haber entrado en su médula la tragedia, de modo tal que para mucha gente son una trampa que consiste en que es un oprobio festejarlas, pero también ignorarlas. 
Aquellos que festejan Navidad y Año Nuevo con toda la parafernalia, la familia y los amigos felices, como una fiesta que los niños nunca olvidarán, el consumismo brilla y la alegría es plena, son como una postal, como una ilusión, una foto de la revista Gente, una escena alienada del capitalismo o la religiosidad de la tradición, familia y propiedad.

Adonde esas escenas se abren mínimamente a la realidad, penetra la tristeza por los muertos y por los problemas graves del presente, desde niños condenados a no comer, porque sus padres no están, o están en la cárcel, o drogados, hasta las familias que rebalsan lanchas en el océano, en la tentativa de huir de la guerra y el hambre.
Qué hacer, entonces, en estas benditas y malditas fiestas. 

Pasarlas por arriba es un intento de autoengaño. Es como cerrar los ojos y taparse los oídos ante un choque que va a suceder: de todos modos va a suceder.

Construir la ilusión de la felicidad es un poco psicótico.

Quizás convenga ritualizar el bajón, abrirle la puerta a todas las infelicidades que aparecen contrastadas por las luces del arbolito de navidad.

Quizás convenga no pensar tanto en cómo la va a pasar uno individualmente, o familiarmente, y dedicarle un rato, o toda la fiesta, a tirarle una onda alguien que lo necesita.



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