Como muchos, como todos, como un preso, llevé la cuenta de los días de cuarentena. El último que tengo anotado es del viernes pasado: 249. Ayer una amiga me pasó a buscar para que festejáramos nuestros cumpleaños con otras cuatro personas en una casa que alquiló a 100 kilómetros de Buenos Aires.
“Es todo abierto”, me dijo, esta amiga, que tiene puestas
unas botas de Siete Leguas.
No puede dar pasos más cortos.
Es china y en el horóscopo de los chinos es Tigresa. Es
propio de las Tigresas y los Tigres moverse en grandes dimensiones.
Le alquiló una casa de campo a unos millonarios.
Ella cumplió 36, yo 60. Me llevó como al tío que anduvo
mucho y entonces siempre tiene buenas anécdotas para la sobremesa.
En una vuelta que dimos caminando por el campo, recordamos
un relato de Clarice Lispector, "La mujer más pequeña del mundo", que
habla de los pigmeos. Un antropólogo se había metido en la selva tan adentro
que ya estaba en otro planeta, y entonces descubrió a los pigmeos más
diminutos, que medían hasta 49 centímetros, y entre ellos, a una mujer pigmea
que estaba subida a un árbol. Lo inverosímil volcaba en lo alucinante cuando el
antropólogo descubría que aquella mujer estaba embarazada. Y su espanto mayor
fue cuando la escuchó reírse, con una felicidad que nunca había sentido de un
ser humano. Recuerda, Clarice, que los pigmeos vivían bajo un estado de terror,
porque en cuanto los descubrían sus vecinos los bantúes, los atacaban y los
cazaban con redes. Y se los comían.
Aquella mujer arriba del árbol, concluía el explorador, reía
con una felicidad insoportable porque no había sido comida.
Cuando llegué al campo y me vi rodeado de árboles, y el sol
en medio del cielo, y me acerqué a un árbol de moras y empecé a comer moras,
sentí adentro mío un agradecimiento enorme con mi amiga y sentí esa risa.
Estaba feliz de no haber muerto.
Al menos, resistí 250 días.
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