El estante más alto de mi biblioteca se venció. Se fue
venciendo, lentamente, como escuché que gotea imperceptiblemente la brea —una
gota cada 16 años. Un día vi los libros inclinándose hacia adelante como un
niño gordo que quiere mirarse, debajo de la panza, el pito. Cuestión que para
reparar el estante bajé los libros y encontré una cantidad enorme de carpetas y
papeles desordenados. Tenía una vaga idea de qué contenían esas carpetas, pero
recién cuando las fui revisando una a una tomé conciencia de que allí estaba
todo lo que he escrito en mi vida. Sentí que debía atesorar aquello —después de
todo no he hecho otra cosa en toda mi vida que escribir, y esos escritos
equivalen a las casas, empresas, automóviles, dinero que otros han acumulado.
Sentí eso, pero también pensé que aquel acervo no tiene valor. Cómo dijo hace
poco una amiga, "Chinito, si no nos descubrieron a esta altura, podemos ir
dedicándonos a otra cosa que a esperar". También pensé en el tesoro de Lo
Yuao que heredé, cientos de dibujos suyos, miles de imágenes que recortaba
porque las encontraba valiosísimas, una multitud de pinceles y pinturas,
decenas de libros de arte. Curiosamente, estos días estuve disponiendo para ese
legado familiar una suerte de destino final, de donde no volveré a sacarlo: lo
dejaré para las próximas generaciones. Que hagan lo que quieran con todo ello.
En fin, un convergencia. Miro las carpetas con mis escritos
sobre la mesa, me pregunto si tirarlos a la basura, dado que creo que no valen
nada, o conservarlos porque quizás yo no sea en este momento el jurado mejor
autorizado para sentenciar, y segundo, porque aunque sea una porquería, le
pertenece a mis hijos antes que a mí.
Me encuentro de repente embalando las carpetas
herméticamente, para disponerlas en un lugar inaccesible. ¿Algún día haré algo
con esos papeles? Contienen ocurrencias anotadas, y si quisiera divulgarlas
debería escribirlas.
Voy embalando las carpetas y me sube como sube el agua en
una inundación, el sentimiento de que estoy preparando objetos que me
acompañarán en la tumba, como los gatos momificados a los faraones, las monjas
esposas al Señor de Sipán o la camisetita de Boca al nene que murió de leucemia
a los nueve años.