En El Elegido Thomas
Mann parece inclinarse a la teología que se interesa menos en Dios que en
la relación entre Dios y el Hombre.
La historia trama a un rey y una reina que, casi perdidas
las esperanzas de concebir, tienen mellizos, varón uno, mujer la otra. La Madre
muere en el parto; la noche que muere el Padre, veinte años después, los
hermanos se hacen amantes. El nacimiento de un hijo hará naufragar la
abominable pareja; el joven padre parte hacia la muerte, el niño es arrojado a
las aguas para que Dios disponga, la madre deviene reina casta.
Diecisiete años después el fruto del incesto llega al reino
convertido en caballero, salva a la Reina, quien, ignorando el origen del
salvador, se casa con él.
La trama del pecado en este embrollo de incestos es una
imagen acabada del mundo tal como se lo concebía en el Medioevo: reino de
Satanás. Cuando el joven caballero se une en casamiento con su madre, el
narrador dice: "¿Por qué no?, pregunto yo desesperado. Él era un hombre y
ella una mujer, de modo que podían convertirse en marido y mujer, pues a la
naturaleza nada más le importa. (...) Es cosa del diablo, pues su indiferencia
no tiene límites."
Lo interesante es que el Dios de Mann en esta novela no
brama tempestades de furia ante el pecado, no transforma en piedra, no inunda
el mundo de agua, desde que "Dios había hecho de nuestro pecado su pasión.
Pecado y cruz eran en Él una sola cosa, y Él es ante todo Dios de los
pecadores."
En el final de la historia la madre que se casó con el hijo
ya vieja y el hijo convertido en Papa, se reencuentran luego de haber intentado
expiar su pecado con años de penitencia. Ella llega hasta él para confesarse y
le relata su vida entera. Al principio no parece reconocerlo, pero luego se
revela que sí.
" —¿Cómo? —dijo él— ¿Me habéis reconocido bajo la
capucha papal, después de tantos años?
" — Santidad, nada más veros siempre os reconozco.
" — ¿Y habéis estado jugando con nos, frívola mujer?
" — Puesto que vos queríais jugar conmigo...
" — Pensábamos ofrecer así a Dios un
entretenimiento".
Tenemos a una madre que tuvo un hijo con su hermano, luego
se casó con ese hijo, luego se martirizó a una vida de penitencia, lo mismo que
él, ahora él es Papa, ella hace un recuento de todo, y lo hace jugando. Y él
juega también, y verbaliza que el juego, juego de algún modo macabro, es un
entretenimiento que ambos le ofrecen a Dios.
¿Cuál es el juego? ¿No es el juego del Pecado?
A continuación ella le pide a él que deshaga el matrimonio y
pregunta "¿qué podemos ser el uno para el otro?", ante lo que él
dictamina: "hermano y hermana".
Si proyectamos el juego al pecado, podemos proyectar la
relación filial a todos los humanos, con Adán y Eva como los primeros hermanos
engendrados por el mismo padre, de modo que todos los humanos seríamos hijos
del incesto, como forma rebuscada y abominable del pecado. "Todos somos
hijos del pecado" es una frase que sostiene al cristianismo, y en la
propuesta de Mann, Dios se entretiene y apasiona al ver a los humanos jugar al
pecado.
En cuanto a la licitud de estas proyecciones, la siento
habilitada por el desarrollo de la novela, que abunda en pasajes como en el que
la Reina del incesto, madre y esposa de su marido, le pide socorro a la Virgen
María interpelándola: "tú que eres del Todopoderoso madre y esposa".
O en este otro, en que juega con los límites irresistibles: "Bien es
verdad que besar un miembro herido, por las heridas de Cristo martirizado, es
digno de alabanza, pero es en el discernir si se hace por humildad y amor a la
enfermedad o por el placer de besar donde empieza la sensibilidad
cristiana".
Y en las aguas de esos límites es donde se juega la
historia, concebida por un escritor que trató a Freud. Son los límites entre
aguas, del bien y del mal, del amor y el egoísmo. Esto escribe la Reina al
hijito que será arrojado a la voluntad de Dios: "(...) no pienses en tus
padres (...) con odio y acrimonia. Se amaron hasta el exceso el uno al otro, a
sí mismos el uno en el otro, ése fue tu pecado y así te concibieron."
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