A veces me refugio en cierto sentido de la intimidad.
Algo en mí dicta que corromper la intimidad es algo a lo que
uno tiene derecho.
Crearla, por otra parte, es arduo. Uno siente deseos de
seducir y ganar a alguien, pero casi siempre sucede que a poco encuentra cosas
de esa persona que no le gustan, y no le gustan porque son extrañas, no son
íntimas. Uno acaba rechazando un poco a la otra persona.
Pero a veces algo se enciende con ella, y así se sobrelleva
la historia, y al final se termina con algo de uno fundido con la otra persona,
y entonces aquello que una vez le disgustó o directamente no soportó, empieza a
ser parte de lo querido, y más aún, son esas cosas, no ignoradas, no
disimuladas, sino por el contrario, patentes, inocultables, las que acaban
provocando el amor más irremisible y más puro; es por esas cosas que la otra
persona es quien es, y el haberlas odiado y ahora quererlas como se las quiere,
esa historia, hacen esa cosa que debe ser profanada, la intimidad.
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