domingo, 26 de octubre de 2014

Lévi-Strauss viaja en el 68

Odio los viajes y los exploradores. Hace quince años que dejé el Brasil por última vez, y desde entonces muchas veces me propuse comenzar este libro… Desde las primeras palabras, Tristes trópicos se me hizo íntimo, uno de esos libros que a los 14 años uno ha manoteado sin conocer bien de qué se trataba y se ha llevado para leer a un lugar demasiado silencioso en la barranca del río, fuera del mundo, y resultó que uno termina fundido en la historia, y el autor dice tan bien lo que estaba rondando por la cabeza de uno insistentemente, pero uno estaba completamente solo con aquello, porque no había a quién decírselo, ni cómo, porque uno era incapaz de expresarlo, pero he aquí que el autor lo dice tan suelto de cuerpo. Uno habla en la barranca con Claude Lévi-Strauss, se ríe con él, coincide en todo, lo admira. Uno se enamora del texto, de las cosas que pasan, hace propio los pensamientos, al final serán criterios con los que verá el mundo.





Cuarenta años después el lugar en la barranca ha sido reemplazo por los colectivos que deambulan bruscamente por Buenos Aires. En lugar del cielo enorme sobre el río y el horizonte de islas verdes, aquí hay una muchedumbre de cuerpos dentro de una caja de metal que rueda, y alrededor otras miles de cajas de metal, y miles de autos y un macizo de edificios de cemento, un revoltijo de personas que se mueven y se mueven, y un continuo de vidrieras. Y sin embargo, es la misma soledad.

He aquí que voy con mi viejo amigo francés, leyendo sus conferencias de viejito en Japón, reunidas en La antropología frente a los problemas del mundo moderno, que me ha prestado una amiga querida.
Frente a mí, allá adelante, descubro sentado un viejo que es el clon del Lévi-Strauss de la tapa del libro. La semejanza es asombrosa. Me parece un pequeño chiste que me ha sido regalado, tal vez enviado por Lévi-Strauss, o por mi amiga, o por algún ángel ocurrente. Me apena que mi teléfono celular no saque buenas fotos, porque una imagen del libro en primer plano con el viejo en el fondo, con las dos caras exactas, hubiera sido memorable. En cambio, tendré que escribir la escena.
Cuando voy a bajar me acerco al viejo para comentarle del parecido, pero el viejo me rechaza dando vuelta la cara olímpicamente y haciendo con las manos gestos de "¡vayasé!". ¿Qué le pasa? Piensa que le estoy queriendo vender algo. Me sorprendo, un poco, apenas, luego nada.
Sin embargo, el viejo está con su hijo, que pesca algo y me pregunta qué quiero. Le explico nuevamente y al fin se afloja y se ríe, y trata de aclararle al padre. El viejo no entiende aún, sigue con cara de indignado. El hijo ríe, yo lo miro, nos miramos riendo. Bien, eso era todo.

Cuando se están abriendo las puertas del colectivo porque hemos llegado a la parada en la que bajaré, el hijo llega hasta mí para preguntarme quién es el del libro, le digo, no comprende, lo muestro la tapa, le señalo el nombre y dice "ah, como el de los pantalones vaqueros". “Sí, ese mismo”, le digo, y bajo.


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