viernes, 15 de mayo de 2015

En torno al agujero negro


Martín es nuestro amigo y no sé dónde está. Nos dicen otros pasajeros del Parador Nocturno que tuvo un ataque en la entrada, el jueves, y que lo llevaron al Hospital Fernández. El coordinador del lugar, el psicólogo, la gente de seguridad confirman. Pero no saben qué pasó después de que la ambulancia se lo llevara. Y nosotros no sabíamos nada.
¿Qué querré decir con "amigo"?
Martín es un pasajero que se volvió voluntario de la Biblioteca que hacemos en el Parador para que los que no tienen casa, por lo menos tengan mundos para leer.
Es epiléptico. Cuando tiene convulsiona, se cae para adelante y pega muchas veces la cara contra el piso.
No sabemos por qué no vive con el papá o la mamá —lo que los pasajeros no nos cuentan, por pudor no preguntamos.
Cuando nos contaron del ataque de epilepsia, lo culpaban. Uno dijo que Martín tiene invitación a un lugar donde lo controlarían, pero "prefiere andar por la calle". Otro puso en duda que le dijera al médico la verdad sobre cuántas pastillas estaba tomando.
Otro pasajero, luego de escuchar que acusaban a Martín, una vez que quedamos solos nos dijo: "este lugar no está preparado para alojar gente como ese chico. La otra vez tuvo el ataque en el baño y dejó un charco de sangre y nadie se animaba a tocarlo. Y tampoco puede estar acá el cieguito, ni este otro, que es retrasado. Nadie sabe cómo tratarlos. Los otros días el retrasado se puso a bailar y apareció un guardia furioso, que le gritó, sacado, y lo amenazó con echarlo del Parador. ¡Porque estaba bailando, y los otros se reían! ¿Te das cuenta que esa gente no está capacitada?"
El que bailaba me trajo varios libros hoy, unos libros llenos de ilustraciones. Como un chico me mostraba una página para que yo le preguntara "¿esto qué es?", "un oso", "¿y esto?", "tortuga", y así. Me trajo un libro tras otro. Estaba contento. Se había tomado el asunto como una tarea que debía cumplir. Tenía una expresión angelical, la más pura de todo el Parador, en su cara gigante de hombre de 40 años.
Hay noches que voy al Parador, que me parecen de una sordidez eterna. Quizás me contagio de los pasajeros el estado de tiesura de terror por caer a un vacío infinito.
Hace un rato salimos del lugar y veníamos caminando con Marcelo, uno de los compañeros bibliotecarios, por las calles de alrededor, que no tienen luz, por la que andan caminando los bultos de unas personas a las que no se puede distinguir. Esas calles son uno de los agujeros negros de Buenos Aires. Charlábamos, como siempre, para atravesar esas cuadras. En un momento se me hizo un nudo en la garganta cuando nos pusimos a pensar a qué venimos al Parador Nocturno.  Yo le decía que podíamos estar con nuestras familias, calentitos en nuestras casas, pasándola con amigos, en un cine, un pub, un teatro, y en cambio estábamos en ese galpón que nuestra sociedad reserva para amontonar allí dentro sus fracasos, como un rincón donde se acumulan los trastos que se rompen para arreglarlos “algún día”. Le pregunté a Marcelo si creía que somos unos arrogantes que vamos a la Biblioteca para presumir de salvadores de almas perdidas, y él me dijo que no. Me dijo que vamos porque por una vez hacemos lo que pensamos, y eso nos hace sólidos, y nos arma, nos pone de pie, y que así macizos somos mejores padres, mejores amigos, mejores hermanos, y que aunque no nos demos cuenta, transmitimos eso que hacemos a los pasajeros del Parador Nocturno a través de los libros que prestamos, aconsejando tal o cual lectura, escuchando a alguien que tiene una necesidad desesperada de habla, de ser alojado, de ser escuchado para no deshacerse.
Nos despedimos cuando llegó el colectivo que me sacaría de allí. Nos dimos un abrazo y Marcelo se fue a esperar su colectivo.
La semana que viene volveremos al Parador, a hacer la Biblioteca.





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