miércoles, 4 de septiembre de 2019

Adriana



Teníamos apenas 14 años. Estábamos en el punto exacto en que ella empezaba a ser mujer y yo hombre. No sé cómo será ahora, entre los chicos de 14 años, con tantas turbulencias etarias. Para otras culturas  hubiéramos estado en edad de unirnos y procrear. Nosotros llevamos lo que teníamos a la amistad.
Adriana era a la vez humilde y valerosa. Me gustó desde el primer momento que la vi, en un recreo. Tenía una tersura y llevaba el jumper bordó de un modo que presentí en ella la vibrante hembra en que se convertiría. 
Siempre mi percepción fue más madura que yo; si pude presentir la fenomenal mujer que se desarrollaría en Adriana, en cambio no tuve la experiencia necesaria para que nos diéramos un beso, hasta que fue demasiado tarde. 
Nuestra amistad de los 14 años duró tres meses. Los adolescentes son divertidos. Hemos sido amigos durante 40 años, hemos sido íntimos, por lo que sucedió en solo tres meses. Estábamos juntos los recreos (nuestros compañeros no nos dejaban en paz), a veces paseábamos los fines de semana, y cada día íbamos y veníamos juntos a la escuela. Siempre charlando. Hablábamos mucho. De los compañeros de la escuela, de los profesores, de los temas  abstractos con que adoran problematizarse los adolescentes: la justicia, la libertad, la amistad, la fidelidad, el amor. También hablamos del país, de la dictadura militar. Me contó que su papá estaba preso. Le conté que mi papá estaba en Estados Unidos. 
Cuando me pasaba a buscar a la mañana, mi madre preparaba el desayuno para los dos. Mi madre saludaba a Adriana y se iba a dormir.
Nos quedábamos solos en la cocina, en la casa en silencio. Afuera aún era de noche. Sólo veíamos por la ventana un enorme sauce, oscuro y, aún en el viento, silencioso. Era un momento de gran intimidad. 
 El mayor de esos momentos fue la última vez que fue a buscarme, antes de que yo me fuera a vivir con mi padre. 
Después de desayunar la invité a mi habitación. Cerré la puerta, puse Rubber Soul en el tocadiscos y bailamos abrazados todas las canciones.
Siempre abrazados, sin que nos importara el ritmo de la canción —Michelle, I'm looking through you, In my life.
Fue una escena para fundar una pareja.
No fue lo que sucedió, pero sí fundó un amor. 
Algo en nosotros rechazaba al otro. Era como si hubiésemos tenido un imán, nos ataríamos y nos rechazábamos con la misma fuerza. 
En los hechos no sucedió que nos amigáramos y nos peleáramos, sino que cada uno permaneció en su lugar.
Cuando regresé a la Argentina no la fui a buscar y ella tampoco me buscó a mí. 
Y ya no nos buscamos más.
Nos encontramos hace unos cinco años. Nos reconocimos, reconocimos íntimamente el poder que el cuerpo del otro tenía sobre nosotros. 
Sin decírnoslo, recordamos el beso que nos dimos aquella mañana, con los Beatles cantando desde el tocadiscos, en la penumbra de la habitación, con el sauce afuera. Un beso como una respuesta a una pregunta que nunca supimos hacernos.

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