martes, 17 de mayo de 2011

Eterna lectura


Me impacienta, me irrita ver el mismo libro durante meses. No acabo nunca de leerlo. Mi ritmo de lectura me resulta agónico. No soy más inteligente que nadie, pero tampoco soy infradotado.

En principio, no puedo leer, sino que estudio. No puedo no estudiar el texto: cómo está escrito, cómo se estructura la propuesta, cómo se construye el narrador, qué público construye el autor y qué público construye el narrador interno de la historia; qué tengo que ver con ese público, qué léxico usan el autor y el narrador, qué ritmos, qué tiempos, cuáles son sus trucos para sugestionar, qué eligen esconder deliberadamente, qué piensan sobre los personajes sin decirlo, cuánto quieren a cada personaje, qué incógnitas siembran; por qué eligen la lógica con que estructuran el texto, cuáles son los antecedentes de la historia, qué pasará después del final; cómo podría decirse mejor esto o aquello, o cómo no podría decirse mejor, si el escritor estaba borracho al escribir o si tal descripción está relacionada con tal trastorno, si tal claridad sería el efecto de las drogas… Esto, entre muchos otros pensamientos que me distraen.

Pero no sólo me brotan preguntas y sus hipótesis respuestas referidas a las artimañas del texto. Lo que leo me dispara otra cantidad de pensamientos e ideas que se alejan de los temas, para complementarlos o para divagar. Los textos bien me aburren y entonces los abandono (se me ha transformado en precepto ético la máxima de Borges de que sólo hay que leer aquello que atrape el interés y descartar lo que no, sin miramientos ni concesiones) o bien me disparan fuegos de artificio a cada paso. Leo de Mansilla que los ranqueles le decían lauquen a la laguna y: claro, está explicando que los ranqueles vinieron del sur, adonde a su vez habían llegado del oeste; no los nombra pero se refiere a los mapuches, ¿no existiría la denominación mapuche cuando escribió Mansilla?, y ha habido esa modificación, de lafken a lauquen, f a au, bastante extraña, y justo estos días le estuve dando vueltas a lafken, en el texto sobre Pehuenia, tanto que la puse como palabra final del capítulo Mapu, la tierra, y ah, otra, Mansilla nombra un mapo y lo traduce como lugar, tierra es lugar,mapo para los ranqueles, Mapu para los mapuches; muy bien, y es así, traducir nunca es traducir la palabra, eso es sólo fantasía de traductor facilista: traducir es siempre ir de una forma de pensamiento a otra, y la distancia entre el español y el mapuche debe ser tanta como entre el español y el chino —la traducción facilista debe ser un encanto para los ecologistas, que han heredado el facilismo más tonto, y posiblemente malintencionado, del primer mundo, un facilismo antihumanista, que disfraza la crítica verdadera con una pose crítica, y así no cuestiona nunca el fondo de la cuestión, y es con ese facilismo que los ecologistas incorporan a todos los indios a la naturaleza, y esa línea le cabe de lleno a la satisfacción con que descubren que mapu es tierra, y siendo che, gente, mapuche es gente de la tierra, queriendo decir gente del medioambiente, gente que no se ha escindido de la naturaleza, nada más que porque esa boba fantasía simple es una fantasía que estructura el ecologismo, en tanto es inofensiva, es no mirar la dimensión social del hombre para concentrarse en una desproblematizada dimensión natural, claro, con una naturaleza mascota, una naturaleza de peluche, y no creo que haya algo más alejado que esa pavada de la naturaleza que concebirían los lenguajes mapuches, si es que concebían a la naturaleza, y no tiene por qué relacionarse con lugar, porque bien podría decirse gente del lugar, gente del sitio o gente de por acá…
Bien, todo eso con una sola palabra, lafken. Y no es que aparece una de esas palabras disparadoras cada 50 páginas. Aparecen en cada página. Varias en cada página. Y encima me ha crecido ese otro lóbulo cerebral, Google. Así, no hay avance posible en la lectura. Por lo menos, no hay avance lineal. Présteseme un libro y olvídese del asunto.

Finalmente, este infierno de la eternidad de la lectura, el infierno de entrar y no llegar al final, tiene esta tercera forma: a lo largo de mi vida se me han clavado como clásicos algunos libros. Como amigos que me hacen ser quien soy, como las pertenencias que me hacen feliz, siempre están esperándome, esperan que vuelva de vez en cuando, esperan mi visita. Y en cada visita charlamos largamente de las novedades, reflexionamos sobre ellas en la charla, las saboreamos y les damos vueltas, y también nos volvemos a reconocer y a enamorar. Es muy jubiloso estar juntos, y eso hace que el encuentro sea fecundo, de modo que al despedirnos nos vamos con muchas ganas de volver a encontrarnos. Esto explica que no tenga mucha apertura ni paciencia con obras llamémosle nuevas, que exigen de mí una persona muy diferente. No es que no me abra o no me deje atrapar, sólo que los libros deben ser cada vez más sólidos y sustanciosos para arrancarme de las obras de Greene, Hemingway, Vonnegut, Castaneda, Dostoievsky, Bioy, Onetti, Pushkin, Calvino, Rulfo, London, las policiales negras, el Nuevo Testamento, y todos esos viejos que destartalo, vuelvo a comprar y vuelvo a destartalar con los años.


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