domingo, 10 de mayo de 2020

Cincuenta y cinco



Aunque se la rotuló como una película muy menor, producto de una experimentación no muy reflexiva, Mi tío de América planteaba temas que para muchos son inolvidables.
Mostraba cómo algunas cosas que se aprenden temprano en la vida, se transforman en jeites para siempre.
Por ejemplo (no son ejemplos de la película), personajes: el que sacraliza a la madre, el fanático de una pertenencia, el rudo, el pobrecito.
Otro ejemplo son modelos de vida: el romanticismo, la superación permanente, la extranjeridad, la martirización.
Sin saberlo, alguien vive una vida para cumplir con esos modelos, para llenar esos moldes.

A mí me gustaba mucho “Andanzas de Patoruzú” (¿soy el único?). Todos los jueves iba al kiosco de diarios a comprar la nueva edición.
Me gustaba que la vida fuera una sucesión de aventuras.
Una persona es alguien que vive en estado de aventura.
La vida está hecha de cosas que empiezan y terminan.
Deben terminar: no habría diversión, sentimientos profundos, de miedo, de amor, de heroísmo, ni amistades que hermanan, si las aventuras no se terminaran.

Este domingo, cumpliendo 55 días de autoconfinamiento, puedo decir que estoy viviendo varias aventuras a la vez.
La de estar preso en una cárcel.
La del monje ermitaño.
La del solterón, típicamente medio hijo único, medio anciano.
La aventura del retiro espiritual que pasó Jesucristo ayunando en el desierto.
La aventura de la pausa para ordenar mi vida —la biblioteca, la dieta, los textos pendientes, las películas clásicas y las óperas que siempre dejé “para un día”, la gimnasia, la pintura.
La aventura de sentir helada sobre mi piel la sombra de la enfermedad, la soledad y la muerte, y de pensar que no tengo la muerte, pero tengo tiempo de vida, y entonces puedo sacar de su cofre mi deseo, arreglarlo, pulirlo y echarlo a volar, con mi cuerpo abrazado a su cogote, como una vez iba Patoruzú, abrazado a Pampero.






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