Tuve una historia estos días con una chica soñada. Quiero
decir, hace años soñaba con ella y además es una mujer soñada, una femme fatal, una diosa, con unos ojos de
gata y un cuerpo de los que les ponen en agitación todas las moléculas a los
hombres y las mujeres que la ven.
Cuestión que yo me sentí bendecido por los dioses, porque
además, debo reconocerlo, no hice nada para seducirla, y de repente estábamos
en mi cama.
Yo estaba en éxtasis, hasta que sucedió algo absolutamente
inesperado, que me sacó del momento y aparecí de golpe en, digamos, un cuartel
militar ruso en un pueblo perdido de la Siberia.
¿Qué había pasado? Algo absolutamente inesperado: esta diosa
tenía un olor a pata y a chivo, que era algo inconcebible —y espantoso.
Era un tufo penetrante, del que no había manera de
escaparse, ni física ni mentalmente. Mi distracción fue total, o más bien
diría, mi concentración en su peste de sobaco y de patas tenía la fuerza
despótica de una hipnosis. No podía salir de allí.
Luego, como pude, con gran esfuerzo, me sobrepuse y traté de
llevar la cosa adelante lo más dignamente posible.
Sin embargo, aún no puedo disolver aquello, máxime cuando me
di cuenta de que no lo podíamos hablar, porque sabía que si se lo llegaba a
mencionar, ella se iba a poner muy mal. De hecho, tratando de entrarle al tema
por alguna ventana, le pregunté “¿vos usás desodorante de axilas a bolitas o en
crema?“, a lo cual ella respondió, en tono alto y ofuscada: ”¡qué pregunta! ¿Me
estás diciendo que soy sucia?” Le dije que por supuesto que no, que no sé por
qué se me había ocurrido esa pregunta.
Ese rasgo suyo sacó a la chica de cualquier posibilidad de
una familiaridad entre ella y yo.
Me encanta la familiaridad.
El amor de mi vida sigue siendo el amor de mi vida porque,
entre otras cosas, se ríe cuando hacemos algo un poco asqueroso y le parece lo
más natural estar juntos en el baño.
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