domingo, 17 de mayo de 2020

El agua de un planeta



No sé hace cuánto tiempo estoy mirando las uñas de su mano.
La consistencia como de plástico, el fino reborde de piel del dedo que recubre apenas los contornos.
En algunas uñas tiene esos pedacitos de piel levantados, como escamas, que duelen. Le pregunto si se los arranca con los dientes y me dice “no, con un cortauñas”.

Hace mucho estoy mirando su cabello donde nace, el cuero cabelludo tan blanco, y los cabellos tan negros, tan gruesos, pocos, tan brillosos, como empavonados, tan lacios cómo la crin de un caballo.
En la piel de la cabeza tiene un lunar. De ese lunar paso a otros, uno en el hombro, otro al lado del ombligo, otro en el muslo.
Le pregunto si heredó alguno de los lunares que tiene y me dice “sí, este” y se toca lentamente con un dedo un lunar en la mano.
Se lo mira. Lo miramos los dos.

No sé cuánto hace que le miro el iris de uno de sus ojos, debajo de un vidrio líquido, transparente como una gelatina.
El iris de un marrón oscuro aterciopelado, que tiene vida propia y como un molusco achica o agranda la pupila, que es un agujero de negrura perfecta, y entonces tengo la certeza alucinada de que lo que clava en mis ojos y penetra en mi mente, sabiendo lo que piensa, conociendo lo que me pasa, es en realidad un agujero.
¿Cómo es posible que lo que se clave en el alma de otra persona sea un agujero?

Cada detalle microscópico atrapa mi ojo. Y puedo sumergirme en el detalle como en el agua de un planeta que acaba de ser descubierto.

Cada detalle tiene la profundidad del Universo y si permanezco ahí, el flujo de la realidad pasa muy arriba y muy lejos, y siento que nunca volveré a engancharlo.

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